BROCCOLI.


 

Esta vez es una historia inventada. Le empecé hace muchos años, en la sala de profesores del primigenio IPP, en la calle Lizardo Alzamora, en San Isidro. Doy  estos datos, pues lo escrito empezó siendo fruto del más puro ocio y las ganas de escribir. Le han seguido una especie de “capítulos” en los que a lo largo del tiempo he desarrollado un personaje. No es una novela, Son pequeñas historias que van hilvanándose. Todavía no llego a la que sería el final. Cuando lo logre, será una tarea más cumplida.


Esta es la primera historia de una serie.

Me pidieron algo al estilo “novela negra” y resucité a un personaje que tenía dormido en la memoria. Sus aventuras empiezan aquí

. No sé dónde irán a parar. Estoy seguro tan solo de una cosa: aunque sin pretender el dominio del género, como casi siempre en la “novela negra” mi protagonista es un perdedor.

¡Broccoli, eso era!

Desde arriba la maldita selva parecía una plantación de brócoli (si es que en algún lado había una plantación de esa especie de coliflor verde).

El avión estaba subiendo y pedazos de nube, como la lana de vidrio de los árboles de navidad, empezaban a aparecer sobre el verde apretado de abajo.

Jacuzzi Martínez observaba tenso por la ventanilla. Era su segundo vuelo.

El primero lo había llevado a ese lugar infame, lleno de bichos, calor y árboles. El segundo lo regresaba a Lima. Más precisamente, al invierno de Lima.

Jacuzzi Martínez era italiano en todo, salvo en los apellidos, el nombre y la nacionalidad.

En realidad se llamaba Florencio Domínguez Castro,. Nacido en Huacho.

Pero desde que vio la serie de películas de Franco Nero, decidió ser italiano. No se había perdido una. Frente al espejo de la casa paterna ensayaba poses, mascaba un cigarrillo y sacaba rapidísimo los imaginarios Colt Frontier.

Soñaba con Italia. El problema era que para él, Italia se traducía en un pueblo del oeste americano.

A su edad –doce años- resultaba difícil ubicarse en geografía,

Sin embargo, a punta de preguntas y visitas a la biblioteca, logró hacerse una idea de Italia.

Es cierto que se desilusionó un poco al descubrir que los italianos no habían peleado contra los apaches, pero suplió la carencia con algunas historias leídas sobre los emperadores romanos y acerca del circo-tan diferente de aquél que venía por Fiestas Patrias cada año-donde los cristianos luchaban (era un decir) con leones, tigres y otros animales feroces.

El clímax llegó para Florencio cuando descubrió a Ornella Muti.

, Mastroianni y a esos italianos que vivían en la verdadera Italia y que pasaban por Huacho en copias rayadísimas, con pésimo sonido, pero maravillosamente itálicos.

Se enamoró de la Muti y copió gestos displicentes de Mastroianni. Empezó a hablar con un dejo que primero provocó extrañeza y luego risa.

Cumplidos los quince años decidió iniciar su viaje a Italia.

Primera escala, Lima. Allí ahorraría y un día se subiría a un avión que lo llevaría a Roma. ¡Hasta su nombre le sonaba ahora a italiano! Florencio debía venir de Florencia. “Firenze”, decía él. No tenía muy claro el asunto, pero peor era nada.

En Lima se alojó donde su tía Asunción, en Lince y empezó a buscar trabajo. Su suerte lo llevó hasta la panadería “Il Panino”, que necesitaba un triciclero repartidor.

Florencio agradeció su buena estrella y pedaleó durante un año, levantándose a las cuatro y guardando cuanta plata podía.

Un día leyó un folleto. Allí ofrecían “Jacuzzis”. No entendió mucho pero le gustó el nombre. Le sonó italianísimo y decidió adoptarlo. Desde entonces, Florencio pasó a ser Jacuzzi.

Omo en “Il Panino” le seguían diciendo Florencio, no tuvo más remedio que dejar el trabajo. Su italianización avanzaba, pensó.

El segundo trabajo lo consiguió con un amigo que repartía pan por las tardes y que de paso hacía “bisnes” entregando ketes a domicilio. Jacuzzi tenía que cobrar.

Como era alto y el año de pedaleo lo había entrenado poniéndolo casi atlético, resultaba perfecto para el trabajo. Además era “un poco cojudo”, según “Chupón” , su amigo y no se le iba a ocurrir levantarse ni un yen.

“Chupón” repartía y Jacuzzi cobraba.

Empezó a ganar lo suficiente como para comprarse ropa con marcas que sonaban a italiano. Cultivó el acento que le parecía adecuado para su personaje y dejaba caer alusiones a la mafia, como si él tuviera algo que ver. “Chupón” se reía y Jacuzzi cobraba.

Un día a “Chupón” lo encontraron con dos balas adentro, el triciclo volcado y ningún kete a la vista. Jacuzzi deseó con toda su alma ser Florencio, vivir en Huacho y no haber visto nunca ninguna película italiana. Desapareció del barrio.

Hora volvía a Lima después de haber pasado dos horrorosos años entre el brocoli. Odiaba la selva. Allí tuvo que hacer de todo. Para empezar había perdido su ensayado acento mediterráneo.

Fue mozo en un cafetín infecto, vendió camisas en caseríos que quedaban a cinco días en canoa, se convirtió en comida para los zancudos, vio a las arañas cruzar orondas la carretera. Se emborrachó con guarapo y despertó sin plata, sin ropa y en plena lluvia.

Pero como Franco Nero en las películas, sobrevivió.

El viaje a Italia había tenido una escala inesperada, pero no por eso terminaba allí. Acabó trabajando río arriba, en una “caleta” pesando pasta. Hizo los amigos convenientes y los enemigos necesarios. Finalmente volvía a Lima. Con un encargo que lo tenía más nervioso que cuy en tómbola. Sin embargo Jacuzzi no se iba a achicar.

El avión aterrizó y él bajó mezclado con los pasajeros. De la cinta de equipajes recogió el costalillo y la caja. El maletín le colgaba del hombro y pesaba como la gran flauta.

Llamó a un maletero y puso todo en el carrito. También el maletín. Le dio los tickets y caminó adelante. Si querían revisar, él salía nomás. Pasaron.

En la puerta un moreno se le acercó: “¿Taxi solo,  señor? Es de afuera, señor. Barato, vea…”  “¿Cuánto al centro, al hotel Mogollón?” “Treinta míster, solano usted” Llegaron al centro. En el hotel alquiló un cuarto, pagó por adelantado y una vez cerrada la puerta e inspeccionada el área se echó en la cama y respiró. En la pared había una mancha de humedad y la pantalla rosada que colgaba del alambre del centro de la habitación parecía una muñeca ahorcada.

Jacuzzi había dado el primer paso de su verdadero viaje.

Los dos mil dólares que le pagarían por traer la merca eran la cuota inicial de su sueño.

Tenía que entregar los “Juanes” a un tal Soto, que lo esperaría a la entrada del cine Alhambra esa misma noche. Lo demás iría viniendo.

A las nueve tomó un taxi y se fue a hacer la entrega. En el cine compró su entrada y se entretuvo mirando los afiches. Dentro del maletín que le colgaba del hombro, había diez kilos de pasta básica, envueltos en hojas y amarrados como “Juanes”.

A su lado se paró un gordito con pinta de maricón solitario. “¿Va a entrar?” le preguntó a Jacuzzi con un tonito que a él le sonó invitador. “Stoy a la spera de una bambina” dijo con su mejo acento italiano.

“Yo soy Soto”. Jacuzzi casi deja caer el maletín que en ese momento trataba de cambiar de hombro.

“Este sobre es para usted y el maletín es para mí. Entremos al cine y chequeamos”. El gordito compró su entrada y se sentaron en la última fila. El cine estaba casi desierto. Solo había dos parejas y un par de tipos separados. Olía ha guardado y a orines.

Jacuzzi abrió el sobre y contó los verdes. El gordito hurgaba dentro del maletín. Se llevó el dedo a la boca y chupó. Levantó el maletín como si lo pesara. “Correcto” dijo con afectación de marica. “Completi tutto” musitó Jacuzzi. Cuando apagaron las luces, el gordito salió.

Jacuzzi aguantó hasta la mitad de la película, cambiándose de asiento y después casi corrió hasta la puerta.

La noche le pegó en la cara y Jacuzzi supo que ya no tenía regreso.

Todo su camino era ahora hacia delante.