A MÍ NO ME IMPORTA EL SOL


Hoy es lunes.

He aprendido a convivir con ellas.

Antes me molestaban. Realmente las detestaba.

Sin embargo, hace algún tiempo me acostumbré; el verlas todos los días rondar mi cama hizo que inclusive les tomara afecto…

Las hay de varios tamaños.

Grandes y muy pequeñas. No paran en su caminar. A veces creo que me miran y se ríen. Claro, debo resultarles ridículo… ¡Especialmente al levantarme! Una figura cómica y or añadidura, en ropa de dormir.

Me hacen compañía.

El otro día -un jueves- murió una. Sus amigas la cogieron con gran delicadeza y se la llevaron. ¿A dónde? Seguramente el funeral fue en el jardín, pero nadie se enteró. Hacen sus cosas tan calladamente…

No puedo explicarme a qué hora duermen o descansan.

Apenas fijo la mirada en ellas, se detienen y ahí se están, inmóviles. Aparto la vista y vuelven a su ajetreo. Camino con mucho cuidado…

Los domingos -solitarios domingos de invierno- me entretengo de veras con ellas. Organizo juegos y desfiles. Nos divertimos en grande. Bueno, por lo menos yo me distraigo.

Ellas colaboran, muy serias.

Hoy es jueves y llueve un poquito.

No sé qué sucede, pero hace días que casi no las veo.

Creo que se van. Se mudan.

No soportaré su ausencia. Voy a quedarme totalmente solo.

Sábado.

Me quedé solo. Mañana no habrá desfiles ni juegos.

Ayer no me fijé y sentí, en el silencio de la tarde, un pequeño chasquido. Casi imperceptible. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Era la última.

Había pisado a la última hormiga que quedaba en casa.

 Lima, 9.4.1967.

«PÁSAME UN CÁNCAMO FUMATÉLICO…»


Hacíamos algo que entonces estaba prácticamente prohibido para nuestra edad y hoy está demostrado médicamente que es perjudicial para la salud: fumábamos (cigarrillos de tabaco, por cierto) o mejor dicho, empezábamos a fumar. A escondidas, claro, entre amigos,  para “darnos importancia”, para sentir que ya éramos “grandes” y la manera de pedir un cigarrillo era, en una jerga ya pasada de moda, decir “pásame un cáncamo fumatélico”.

Era como una clave y aparecía un “Inca”, de esos de tabaco negro, muy baratos, que venían en una cajetilla de papel, impresa con los colores, amarillo y azul,  sobre el fondo blanco. Se solía encender, aplicando la brasa

del cigarrillo, ya encendido, del amigo fumador; por supuesto, al principio, las toses y atoros delataban al principiante que se iniciaba en esa especie de círculo secreto infanto-juvenil, pero era una especie de rito de paso a una edad -mentalmente, claro- mayor…

Todavía recuerdo con una sonrisa, que mi amigo Lucho y yo, bajábamos un poco por el barranco de la venida Costanera en Barranco, para fumar sin que nos vieran… Pero el olor a cigarro era inconfundible y uno de los hermanos de Lucho, Paco o Manolo (ambos que deben reírse de la anécdota, allí en el Barrio Eterno donde ahora están), nos dijo que nos orináramos las manos y que así se iría el olor… Tontos juiciosos y obedientes, lo hicimos y el olor a pichi hizo que, como se dice, “resultó peor el remedio que la enfermedad”.

He fumado mucho: cigarrillos, cigarros puros, pipa, pero siempre tabaco. No fumé marihuana ni cuando estuvo de moda; la razón tal vez fue que nunca quise perder el control de mí mismo…

Al cuarto infarto al corazón, colgué los botines tabáquicos y tiempo después, con mucho miedo mío, me hicieron un examen médico de los pulmones, con radiografía y todo… El resultado era que los tenía “limpios”. Si los milagros existen, doy gracias por este. Y doy fe.

LA OLLA PODRIDA


No se trata de comida, aunque el título haga alusión a un plato tradicional de la gastronomía española, elaborado con carnes, verduras y legumbres…

Lo que hay en la olla no es comestible, es francamente indigesto y vomitivo.  Este es el Perú, señores, o mejor y más precisamente dicho, la “política” peruana; entrecomillo política, porque es cualquier cosa, menos esa palabra que proviene del latín polis, que significa ciudad…

Lo que se esta “guisando” no solamente produce un olor nauseabundo, sino que es mortal, peligrosísimo para la salud ciudadana, o sea la de nosotros, los habitantes de esta “polis” grande que se llama Perú….

Se ha destapado la olla y dentro se pueden ver, a congrezooístas, hijueputivos, delincuentes comunes, pájaros fruteros, sicarios asesinos, extorsionadores, ladrones de cuello blanco y un etcétera terrible y variado, que hierve a fuego lento en agua de cloaca…

Hay que echar el contenido de esa olla al desagüe y lavarla bien, para preparar lo que ha de ser algo sano, reparador…

¡Es lo que necesitamos todos en el Perú!

Nota gastronómica: El plato “olla podrida”, era una comida completa que los judíos preparaban para el sábado. Los cristianos habrían añadido al plato diversas porciones de cerdo, y de ahí vendría la actual versión, es decir, la olla. La historia de la olla podrida se remonta a la Edad Media en España. Según Covarrubias, la palabra podrida era en realidad “poderida” o poderosa, porque solo los ricos y poderosos tenían la capacidad económica para disponer de ella…

Fuente: Google.

EL REY DE LAS ISLAS


Había dejado el barco mal acoderado.

Total, su condición real lo permitía y además, luego de vagar una semana entera recorriendo sus reinos y propiedades, se sentía francamente cansado

Cansado, pero con un extraño regocijo interno que le hacía sonreír…

¡Una semana! Tardes enteras para conversar con las gaviotas y mojarse en la brisa húmeda del mar…

Las islas… ¡Sus islas!

Maravillosas, llenas de gente amable que le esperaba, siempre con regalos y manjares exquisitos.

Él era el Rey y sus súbditos -¡cómo le sonaba a música esa palabra! – eran alegres, atentos a sus menores deseos, movían sus delantales blancos ondulando el cuerpo y lo coronaban con flores  perfumadas.

Había sido una semana completa y ahora tenía que volver a la rutina, al incógnito. Su último acto de poder había sido dejar mal acoderado el barco que siempre se empeñaba en pilotear él mismo. Claro, le llamaba “el barco”, cuando en realidad, lo sabía íntimamente, no era sino una lancha grande y un poco vieja. Había dejado el barco casi en la punta del muelle, adrede.

Caminó los pasos que lo separaban del edificio blanco y entrando al ascensor, pulsó el cuarto botón. Se quitó maquinalmente la gorra marinera y palpó el llavero en el bolsillo de la chaqueta…

María estaba leyendo en la habitación de la entrada. Era, cómo no, una fotonovela.

-“¿Ya llegaste? Vamos a ver cuánto duras hasta tu próximo ataque… ¡Esta vez te dieron de alta bien rápido! ¿O te les escapaste?”… Haciendo un gesto de desaliento, se levantó y dándole la espalda le proyectó las nalgas inmensas, floreadas, horrorosas.

“¡Puta! Así no se le habla al Rey de las Islas”, pensó.

Abajo, en la esquina, un policía acababa de ponerle una papeleta de multa al viejo Chevrolet mal estacionado.

El texto de miércoles: «MAR»


El verano se presentaba caluroso.

Desde su ventana, ella miraba cómo la gran serpiente multicolor se movía, lentamente, por la calle estrecha hacia el mar, haciendo sonar las bocinas. A veces, un automóvil, echando nubes de vapor, se detenía y por un tiempo se detenía todo. Luego la serpiente, recompuesta, se volvía a mover hacia su líquido destino…

Era su verano número treinta.

Desde hacía más de veintitrés miraba a la gente ir a la playa, en sus autos que formaban la serpiente multicolor, desde su ventana, sentada en la silla de ruedas. Esto no hace la felicidad de nadie, pero termina por volverse una costumbre y se sueña…

Y ella soñaba con el mar. Con playas interminables, llenas de niños que mojaban sus pies en el agua transparente para luego perseguir a las gaviotas huidizas.

Soñaba con una ropa de baño roja.

“Caminará”, dijo el importante especialista. “La operamos dentro de tres días y con mucho ejercicio, podrá caminar…”. Después de tantos años, consultas y movidas negativas de cabeza, la esperanza brilló en sus ojos cansados…

La operaron tres días después.

Pasó un mes largo y dio unos pasos. Poco a poco, bajo la mirada incrédula de su madre, se fue recuperando.

Entonces, pidió que la llevaran al mar. El médico había recomendado baños de mar, “Por eso del yodo y lo tonificante que es…”.

Fueron al día siguiente y ella tenía puesta  la ropa de baño roja con la que había soñado desde siempre…

Entró al agua con su hermana y dejó que la alegría la invadiera…

De pronto no sintió las piernas. Fue un instante. Luego siguió caminando. Soltó su mano y una ola convirtió al traje de baño en una mancha roja que se perdió en el horizonte.

UNA DE AQUELLAS VIEJAS ESCALERAS…


La escalera llevaba a ninguna parte.

Sus dos tramos terminaban contra una pared de adobes, donde las avispas, en verano, construían sus casas con barro fresco.

Allí, sobre los escalones astillados, que fueron verdes (como de hotel), sin importar la tierra o las cáscaras secas, los enamorados enhebraban tarde tras tarde y algún viejo desempleado dormitaba, evitando el fuerte sol del mediodía.

La escalera era refugio de gatos nocturnos y casi siempre, los chicos de la cuadra decían oír al fantasma, cuando se aventuraban a pasar cerca, después de las nueve.

Sin embargo, la realidad era otra.

Una vieja casa, un “rancho”, había tenido asiento y señorío en el lugar. Fue una de las primeras construcciones. Toda de adobe y madera, con galerías que daban al jardín y las paredes empapeladas. La escalera llevaba al mirador.

Las señoritas Gutiérrez llamaban “el mirador” a una especie de pequeña atalaya que no dominaba nada del paisaje, porque justo al frente tenía un eucalipto lleno de nidos y cantos mañaneros.

Desde que murió el coronel, su padre, las dos hermanas vivían solas. El coronel había sido héroe de la guerra, pensionista del estado y botánico por afición. El jardín del rancho florecía en injertos asombrosos y extraños.

A las señoritas Gutiérrez les quedaba un baúl lleno de libros, los cubiertos de plata, una espada y el uniformede gala. La pensión siempre se demoraba en alguna oficina del ministerio.

Las señoritas Gutiérrez tenían cincuenta y siete y sesenta años. Iban a misa diariamente y sus demás salidas se reducían a compras de hilo y alguna tela en el bazar cercano.

Un día entró en la vida de las señoritas Gutiérrez alguien extraño. Se llamaba Juan y ponía inyecciones. A Elena, la menor, la venía fastidiando el pecho desde hacía algún tiempo.

Juan la enamoró en el jardín, debajo de los injertos del coronel.

Desde ese día, Elena tuvo dificultades respiratorias y decidió irse a Chosica. Juan desapareció también.

Elvira no dijo nada. Había notado un brillo raro en los ojos de su hermana.

Cuando Elena murió, Elvira fue al cementerio. No volvió a salir de la casa.

Las piernas se le hincharon y ya no pudo subir al mirador, para hacerse la ilusión de que veía el mar, barranco abajo.

Elvira Gutiérrez, soltera, sintió se moría. Besó el retrato del coronel y murió suavemente, de la misma manera callada en que vivió. Nadie se percató de ello.

Pedro y Roberto decidieron entrar en la casa vieja para tirarse algo. Parecía deshabitada y sus indagaciones habían dado resultados negativos. Hasta la piedra con la que rompieron la ventana quedó sin respuesta de los habitantes. Esa noche, por la ventana del comedor se metieron.

Estaba a oscuras y había un olor raro. El haz de luz de la linterna prolongaba las sombras de los muebles.

Al entrar al dormitorio se asustaron con el cadáver de Elvira. Olía mal. “Cuánto tiempo llevará muerta la vieja”.

Algo no les dejó llevarse sino los cubiertos de plata. No iban a entrar por gusto, pues.

Llamaron a la comisaría y dijeron que había un muerto en tal calle, número tal. Colgaron de inmediato, porque en una película habían visto como la policía ubicaba las llamadas por teléfono.

Ellos eran muy cucos y no los chapaba nadie.

El concejo decidió demoler la casa para hacer un parquecito. Al alcalde le gustó la escalera y pidió que después de demoler la casa, se la llevaran a su fundo. Le iba a dar mucha vista esa escalerita antigua.

El alcalde cesó y la escalera quedó donde estaba. Un expediente impidió su destrucción, nadie supo nunca por qué. Seguramente para que los gatos nocturnos tuvieran un refugio o los enamorados un lugar donde besarse. O quizá para que algún viejo desempleado pudiera dormitar, cuidándose del sol de las doce.

Cuento publicado en el diario “CORREO” el 8  de octubre, 1972.