EL PASADO SE PRESENTA


Mi primer librito se titulaba “El pasado se avecina. Historias del Barranco” y me parece que el pasado ha llegado, porque son muchos de los recuerdos de ese entonces que era un hoy urgente y rico, vienen a mi memoria flotando entre la niebla del tiempo…

Una vez más, reviviendo ese pasado, aunque lo haya hecho ya anteriormente, traigo lo que fue mi primer escrito publicado en un periódico, allá por el año 1972. Fue en el diario “Correo” y se llamó “Barranco, tiempo de amar”. Discúlpenme quienes ya lo leyeron, pero es mi modo de homenajear a un Barranco donde se iniciaron amistades que perduran, donde viví lo que podrían ser las etapas más felices y donde lo que llamo magia de la existencia, era una constante diaria…

“BARRANCO TIEMPO DE AMAR”

“Hay muchas historias en mi infancia.

Vivíamos en una casa grande, llena de rincones oscuros y con vidrios de colores. De muchos colores. A través de los rojos se veía, porque eran transparentes, pero los otros eran “catedral” y solo dejaban pasar la luz.

En la terraza de abajo poníamos una colchoneta y nos tirábamos a leer chistes. El pájaro loco, el conejo Oswaldo, el capitán Marvel. Leíamos “El chico de las dunas” que tenía una cita de san Agustín, pegada en la parte de atrás.

Entonces nos sentíamos en la hacienda, durmiendo bajo los árboles y pescando en el río.

A la hora de almorzar dejábamos abierta la ventana del comedor, para que entrara el aire de mar.

Lindo el comedor. Con su mesa de mantel de hule. La mesa tenía diversos crujidos. Nosotros escondíamos las espinacas, tratando de que no nos vieran, en el bordecito de debajo de la mesa.

-o-o-o-o-

Quizá tú te acuerdes de esos días largos de vacaciones en los que bajábamos a la playa y nos poníamos las zapatillas (las de basquetbol nomás, hermano, mi mamá no me compra de las otras) para que las piedras no nos aplastaran los pies. ¡Y los erizos! ¿Te acuerdas? La señora gorda que se metía a poquitos, bien agarrada de la soga y las olitas que hacía. Las escaleras de madera y los rieles oxidados llenos de musgo y pequeños choros… ¡Vacaciones! Tiempo de sol y playa. Tiempo de los amores nuevos, que se iban cada tarde en el pico de una gaviota. Tiempo de no ir al colegio y volver por la noche, pasadas las diez, a la casa.

-o-o-o-o-o-

Mi infancia tenía cerros azules y bosques del color de la tarde en mis juegos, y os piratas navegaban desde la baranda de la terraza. Éramos Sandokán y Mompracem quedaba al frente, casi pasando la quebrada.

Todas las tardes arribábamos con el botín preciado de los sueños. Todas las tardes los vidrios de colores eran la iglesia y el castillo. Filtraban la realidad en verde, rojo, amarillo y azul.

Jugábamos solos y al caer la noche regresábamos cansados de vagar por entre las páginas del libro que estábamos leyendo.

Yo era Phileas Fogg y daba la vuelta al mundo en un juego que tenía capítulos. “¿En dónde nos quedamos ayer?”. Ese era nuestro visitar a la fantasía diaria.

La casa de Lucho tenía una perezosa de metal con cojines floreados. Allí, en las noches de los catorce años, cantábamos y Lucho empezaba a tocar la guitarra. Noches de Ipacaraí era la mejor. Era verano, claro. Las mejores canciones se cantan en verano. Adaptábamos letras y nos asombraba ser tan poetas. Cada noche descubríamos que era mejor sentarse conversando de las chicas, que darse una vuelta en bicicleta, tirando papelitos a los enamorados de la costanera.

Entonces yo me iba a la casa y Lucho me acompañaba. Yo lo volvía a acompañar y él me acompañaba al regreso. Y así, conversando, pasaba nuestra pequeña adolescencia. Nos asombrábamos de todo. Y ver a las chicas en ropa de baño era como película para mayores de 18. Así éramos los chicos entonces.”

LA CALLE, EL BARRIO, EL CORAZÓN…


Cuando los recuerdos salen a flote en la memoria, son como esos pequeños juguetes inflables, de colores, que navegan alegrando la monotonía cromática del mar de los días …

Wasapeando” con Kitty, que vivía –calle de por medio- al frente de mi casa en la calle 28 de Julio, en Barranco (la primera estuvo en la calle Ayacucho – ¡bien patriotas, nosotros…!), recordábamos los innumerables momentos en que, sentados en la grada antes de la entrada de su casa, conversábamos de todo y de nada; de las futilidades, importantes entonces, para dos adolescentes amigos entrañables y vecinos, con música de fondo que emitía el maravilloso equipo de sonido AMPEX (marca distribuida en Lima por el papá de Kitty, don Fernando) que era muchísimo más bello, potente y sofisticado que mi humilde “radiola” marca “Saba” con tocadiscos “Grundig”, amigos que de pronto decidían caminar hasta la bodega de los hermanos Piselli       –Ángel y Antonio-, que quedaba “ahicito nomás”, en la esquina, y comprar chocolates, tomar una gaseosa o comer uno de los fantásticos sándwiches “bien servidos” de jamón y queso, que nos alcanzaba Máximo, el dependiente, que tiempo después compró la bodega y que como los Piselli, ya no está más y ahora, seguro que con ellos, en el Barrio Eterno, atiende amable y solícito en la bodega que hace esquina, en una calle luminosa …

Aparecen Mimi, Anita, Pilar, Rosi, Coto, los Zavala, el negro “Camote”, “Cucaracha”, “Pluto”, los Guerrero, “Platanazo” y su bastón, “Gasolina”, Doris, los Callegari, Cecilia …

Ya no hay tranvía, pero quedan los rieles y un futuro despreocupado     –casi veraniego, de vacaciones ociosas- que estamos de acuerdo, hoy, que nos enviamos mensajes por “WhatsApp”, ya es parte de ese tiempo pasado que ha quedado anclado en el mar de la memoria, con una boya bien visible, en forma de corazón …

Imagen: https://es.dreamstime.com

ESCALÍMETRO, REGLA DE CÁLCULO, TEODOLITO, BRÚJULA, COMPÁS, TIRALÍNEAS, REGLA T, WINCHA…


Mi padre era ingeniero y estas palabras “técnicas” eran comunes en su vocabulario y los objetos que ellas nombraban anduvieron presentes por la casa, guardados, es verdad, en cajas, cajitas y más de un cajón, porque no eran los únicos “implementos profesionales”, sino parte de toda una –para mí- parafernalia incomprensible que “delataría” a quien supiera ver, a su dueño, don Manuel Enrique, el ingeniero civil, el constructor de caminos, el ingeniero mecánico-electricista, para el que los problemas eran retos, resolvía –para mi asombro- raíces cúbicas de memoria …

En mi recuerdo está la caja azul, larga, con interior forrado en tela de seda también azul pero brillante, ribeteada con un cordoncillo rojo, donde “dormía” el más increíble juego de compases, tiralíneas y otros instrumentos de dibujo, de un metal extraño, que no se oxidaba y que me encantaba mirar, sin saber bien para qué servían; sólo había visto algunos en uso, cuando sobre la mesa del comedor, mi padre extendía   –lo que después supe era- un plano y trazaba líneas con tinta china, medía, hacía operaciones en la regla de cálculo “K & E”, apuntaba en un cuaderno, consultaba el librito de tapas de cuero, que estaba lleno de números y fórmulas                    – incomprensibles para un chico- de hojas muy delgadas y finas de “papel biblia” (libro que hasta ahora conservo y que es algo así como un manual del ingeniero civil); yo miraba, callaba y sabía que no debía ni siquiera preguntar, porque él estaba trabajando y en unos días más se iría de viaje para hacer realidad las líneas de tinta china, vestido con sus botas altas, su casco y el sacón de cuero de olor tan peculiar …

Yo, el menor de los hijos, viví las postrimerías de su carrera de constructor de caminos, antes que la UNI lo afincara definitivamente en Lima y le dedicara su tiempo a la enseñanza; pero en esa época, él era ante mis ojos, un aventurero como esos que salían en los libros de Julio Verne o Salgari, aunque claro, en la sierra del Perú no había malayos ni tampoco watusi …

A su regreso me contaba de paisajes hermosos, días de campamento, de cerros en apariencia impracticables, por donde con paciencia y días, el camino llegaba; precisamente ese que había dibujado en el papel del plano, extendido y sujeto por cuatro chinches metálicos de cabeza dorada, sobre la mesa del comedor, justo después de un desayuno, donde la que faltaba era Teté – mi hermana- que se había casado con Jorge y vivían en la calle Jerusalén, en Arequipa …

Imagen: https://libretecperu.com

LA «VISTA»


Cuando era chico, de la ventana del cuarto de mis papás, en la casa de la calle Ayacucho, en Barranco, se veía el terreno de al lado que estaba sin ninguna construcción. Era lo que se llama un terreno baldío, que, con un suave declive, iba descendiendo hasta una tapia de adobe, que lo separaba de lo que llamábamos “la bajada”; es decir, el camino que terminaba en la playa. Era la popular “bajada de baños”, que tenía a un lado casas con porches de madera techados, en los que, en verano, uno podía ver reposeras, algún sillón y sillas e imaginar que por las tardes, a la hora del lonche, para gozar del fresco, las personas mayores se reunían a tomar el té, que podía ser este, infusiones, o café, tal vez “picar” pequeños sándwiches y el tradicional queque o bizcocho, en tajadas, dulce y esponjoso …

Al terreno en cuestión, lo llamábamos “el muladar”, porque estaba tapizado de basura, que muy de tarde en tarde recogía algún basurero contratado, que entraba saltando la pared que lo separaba de la calle Ayacucho … En medio del terreno crecía –diría que resistía- un árbol de pacae (yo lo llamaba “el pacay”), que ahora no me llego a explicar cómo sobrevivía sin riego y del que los palomillas “saqueaban” los frutos –esas grandes vainas verdes que colgaban de las ramas- y que cuando mi mamá servía “pacay” – comprado en el mercado, por supuesto- como postre para el almuerzo, yo lo miraba con desconfianza y me negaba a comerlo, porque para mí era algo que crecía en la basura…

El terreno baldío, el basural donde sobrevivía el “pacay”, era de propiedad de dos hermanas muy mayores, cuyo apellido ya no recuerdo, y que vivían en la misma calle Ayacucho, en la una gran casa, con rejas y jardín delantero; no construían en el terreno, ni lo vendían, porque desde su casona, se veía el mar y no querían que nada les “tapara la vista” …; era el “capricho” de dos ancianas, que seguramente habían visto tiempos mejores, y a las que, de tarde en tarde, visitaba un sobrino  – que ahora “malicio”- seguramente esperaba heredar …

Otro que disfrutaba, no sé si de “la vista”, pero sí del “aire de Mar”, era “Atómico”, el perro negro del veterinario López, que vivía con su esposa y una hija, dos o tres casas más a la derecha de la casona de las señoritas, sobre la misma vereda de la calle Ayacucho; “Atómico” se paraba sobre la pared del terreno, por las tardes y era evidente su gozar de la brisa fresca, levantando la cabeza y olisqueando al aire de vez en cuando …

De pronto a nadie le interesa esto, pero son recuerdos de un chico que, curioso, miraba por las ventanas; el mismo que en la “terraza de abajo”, desde donde se veía el mar y la lejana isla San Lorenzo, jugaba a ser Sandokán, navegando en un “prao”, con los brazos cruzados, mientras sus piratas remaban, hacia Mompracem, la isla, que quedaba pasando la quebrada…

*Pacae: “Pacay” o guaba. Árbol mimosáceo con un fruto que es una vaina verde oscuro, que contiene como un algodón de color blanco, embebido en néctar, con pepas negras.

*Sandokán: Personaje, héroe de novelas de aventuras, como “Los tigres de Mompracem”, del escritor italiano Emilio Salgari.

*Mompracem: Isla. El refugio de Sandokán y sus piratas malayos, en el mar de Malasia.

Imagen: https://mx.depositphotos.com

SÁNCHEZ CARRIÓN 173


Barranco, la casa de mi amigo Carlos, que hoy está de cumpleaños … Algo que parece insignificante como una dirección, se graba en la memoria y a pesar del paso largo de los años, es como un pequeño faro, cuya luz orienta nuestra barca en el mar agitado de los recuerdos …

Hoy, es cumpleaños de uno de los “Cuatro de Barranco”, esos inseparables que empezamos nuestra amistad a los cinco años y que continúa, sólida, a pesar de tiempo y de distancias.

La casa de Carlos era grande, y para entrar “de diario” se pasaba por un “zaguán” o pasillo largo, que desembocaba en un patio, si la memoria no me falla, y estoy viendo el comedor, las habitaciones y a doña Alicia y a don Humberto, los papás de Carlos; sé que en un momento estaré viendo a sus hermanos Zoila y Pepe (a María Alicia la voy a ver más tarde, porque ella nació después) … También están allí los abuelos, Don Pedro y …, aquí me falla la memoria y no puedo recordar el nombre de la abuela, pero la estoy viendo, con sus pastillas para la tos, de mentol-bórax …

Veo también los maceteros de madera – ¿tal vez pintados de verde?- con macetas y helechos y a nosotros (quizás no el mismo día, pero los recuerdos se unen y tejen una especie de manta abrigadora) preparando, en el patio, lo que será una “presentación”, donde cantaremos, haciendo fonomímica, canciones de la zarzuela “La Gran Vía” de Chueca, Valverde y Pérez. Tomaremos un “lonche” memorable, contaremos cosas, reiremos y después, continuaremos conversando y envidiando el gorro de Daniel Boone (en auténtica piel peluda, con cola y todo), que la tía Rosita le ha enviado o traído a Carlos, desde Estados Unidos …

Todo ha transcurrido en un momento, ahora, como si fuera una película fantástica, “como si fuera ayer” y es que el tiempo pasado vuelve, cuando el cariño es grande y los amigos buenos …

¡Feliz día, querido barranquino!

Imagen: con Carlos, Ministro de Justicia.

BARRANCO, TIEMPO DE AMAR


Este fue mi primer cuento publicado en un diario, allá por 1972, en “Correo”, de Lima, lo que fue posible gracias a don Jorge “el Cumpa” Donayre, magnífico e inolvidable persona, amigo y quien fuera mi director creativo, cuando yo era redactor publicitario en “Kunacc Gestiones de Marketing”.  La ilustración original, que acompaño, no tenía nada que ver con el relato, salvo por el título … “Barranco tiempo de amar” ya lo publiqué hace años en este blog, pero hoy vuelvo a hacerlo…

Hay muchas historias en mi infancia.

Vivíamos en una casa grande, llena de rincones oscuros y con vidrios de colores. De muchos colores. A través de los rojos se veía, porque eran transparentes, pero los otros eran “catedral” y solo dejaban pasar la luz.

En la terraza de abajo poníamos una colchoneta y nos tirábamos a leer chistes. El pájaro loco, el conejo Oswaldo, el capitán Marvel. Leíamos “El chico de las dunas” que tenía una cita de san Agustín, pegada en la parte de atrás.

Entonces nos sentíamos en la hacienda, durmiendo bajo los árboles y pescando en el río.

A la hora de almorzar dejábamos abierta la ventana del comedor, para que entrara el aire de mar.

Lindo el comedor. Con su mesa de mantel de hule. La mesa tenía diversos crujidos. Nosotros escondíamos las espinacas, tratando de que no nos vieran, en el bordecito de debajo de la mesa.

-o-o-o-o-

Quizá tú te acuerdes de esos días largos de vacaciones en los que bajábamos a la playa y nos poníamos las zapatillas (las de basquetbol nomás, hermano, mi mamá no me compra de las otras) para que las piedras no nos aplastaran los pies. ¡Y los erizos! ¿Te acuerdas? La señora gorda que se metía a poquitos, bien agarrada de la soga y las olitas que hacía. Las escaleras de madera y los rieles oxidados llenos de musgo y pequeños choros… ¡Vacaciones! Tiempo de sol y playa. Tiempo de los amores nuevos, que se iban cada tarde en el pico de una gaviota. Tiempo de no ir al colegio y volver por la noche, pasadas las diez, a la casa.

-o-o-o-o-o-

Mi infancia tenía cerros azules y bosques del color de la tarde en mis juegos, y os piratas navegaban desde la baranda de la terraza. Éramos Sandokán y Mompracem quedaba al frente, casi pasando la quebrada.

Todas las tardes arribábamos con el botín preciado de los sueños. Todas las tardes los vidrios de colores eran la iglesia y el castillo. Filtraban la realidad en verde, rojo, amarillo y azul.

Jugábamos solos y al caer la noche regresábamos cansados de vagar por entre las páginas del libro que estábamos leyendo.

Yo era Phileas Fogg y daba la vuelta al mundo en un juego que tenía capítulos. “¿En dónde nos quedamos ayer?”. Ese era nuestro visitar a la fantasía diaria.

La casa de Lucho tenía una perezosa de metal con cojines floreados. Allí, en las noches de los catorce años, cantábamos y Lucho empezaba a tocar la guitarra. Noches de Ipacaraí era la mejor. Era verano, claro. Las mejores canciones se cantan en verano. Adaptábamos letras y nos asombraba ser tan poetas. Cada noche descubríamos que era mejor sentarse conversando de las chicas, que darse una vuelta en bicicleta, tirando papelitos a los enamorados de la costanera.

Entonces yo me iba a la casa y Lucho me acompañaba. Yo lo volvía a acompañar y él me acompañaba al regreso. Y así, conversando, pasaba nuestra pequeña adolescencia. Nos asombrábamos de todo. Y ver a las chicas en ropa de baño era como película para mayores de 18. Así éramos los chicos entonces.

Imagen: Ilustración del diario “El Correo”, Lima 1972.