TE EXTRAÑO, TETÉ…


Hoy que es doce de noviembre, si puede decirse, te extraño más. Siento que estás a mi lado y que reímos juntos: tú, con esa risa contagiosa que tenías y yo, divertido como siempre que estaba contigo … Recuerdo que te escuchaba por el teléfono, que nos sirvió de puente entre tu Arequipa querida, donde te fuiste a vivir, recién casada, el mismo año que yo entré al colegio, dejándome con la tristeza de tu ausencia. La ausencia –lo repito- de tu risa y la de esas inolvidables tardes en las que íbamos juntos, tú con un libro y yo con mi triciclo azul, de madera, al Parque Municipal de Barranco, cerca de la casa de la calle Ayacucho, que curiosamente se llamaba “Villa Teresa” y tenía el nombre, en el frontis, con letras de estuco, en relieve, justo bajo las dos ventanas de tu cuarto (que yo, orgullosamente, “heredé” cuando te fuiste…).

Los recuerdos, como digo siempre, hermana querida, se me agolpan y a veces en la atropellada multitud de imágenes, pierdo el hilo de lo que –en este caso- estaba escribiendo…

Contaba que nos unía el teléfono, y fue especialmente, cuando hablábamos largo cada domingo por las mañanas, porque yo ya no podía viajar para verte y disfrutar de esa complicidad que los años solamente acrecentaron …

Perdóname en desorden, pero es que entre las fotos que he estado viendo, la música que escucho mientras escribo –es Doris Day, ¿recuerdas ese disco LP de funda medio verde, con la foto de ella, el blanco y negro, sonriendo, que tenías y oíamos juntos en la salita…?- se unen la hermana mayor -casi una segunda mamá- la amiga, la cómplice complaciente de mis travesuras infantiles, la mujer inteligente; la casi maniática de los “patines”, que eran esos pedazos de fieltro, los que estaban para que todo el que anduviera por tu casa “sacara brillo” a unos pisos que brillaban siempre; la madre divertida, la abuela cariñosa (“mi Teté”  para Andrés, tu nieto); la profesora universitaria, a quien sus alumnos adoraban, la asistenta social, la luchadora, la que … ¡Te extraño, hermana!

Ahora que ya no podemos hablarnos, yo te escucho, sin embargo, y sé que estás bien, feliz, con el querido Jorge, con nuestros hermanos Panchín y Lucho, con nuestros papás y con todas las tías y los tíos, celebrando tu cumpleaños … Yo también estoy allí, aunque no me veas …  Estoy pensándote, queriéndote como siempre y –perdóname- llorando un poquito, escondido, porque te quiero, si puede decirse, hoy más que nunca, que es el día de tu cumpleaños …

Manolo.

Teté y yo, en la casa de Ayacucho 263, Barranco.

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¿SE PERDIÓ LA ILUSIÓN?


Tocaban el timbre de la casa y debajo de la puerta habían introducido un sobre… Era la ilusión de que el sobre contuviera las noticias esperadas; le dábamos vuelta y la letra manuscrita que lo rotulaba, resultaba familiar, las estampillas en la parte superior, eran las del país que imaginábamos… Abríamos con cuidado el sobre, rasgándolo por un costado y sacábamos las dos hojas dobladas de “papel carta”, para que la ilusión diera paso a la alegría de leer las queridas ocurrencias de la persona que, lejana, nos escribía contando impresiones, naderías y alguna anécdota, asegurándonos que estaba muy bien, que hacía mucho frío o calor, enviaba saludos para amigos, parientes y se despedía asegurándonos cariño y que pronto estaríamos juntos nuevamente, cuando volviera…

Creo que hoy se ha perdido la ilusión de abrir un sobre de cartas, encontrar un mundo que recorríamos con la lectura y que ponía en funcionamiento nuestra imaginación…

Hoy llega un e-mail a la computadora, que de pronto pasa automáticamente a la sección de “spam” y ni nos enteramos, porque no reconoce al remitente, o queda allí, en “recibidos”, para que lo leamos cuando “tengamos tiempo” o nos acordemos de “revisar el correo” …

Tal vez, en honor a la antigua apertura del sobre de cartas, “abrimos” el correo electrónico y lo leemos, pero creo que hay diferencia entre el misterio que encierra un sobre cerrado y lo que dice un e-mail, que aparece completo, a la vista, en la pantalla… No abrimos nada en realidad; no le damos vueltas al sobre cerrado, tratando de adivinar el contenido y no reconocemos la letra querida, ni miramos las figuritas de las estampillas… No rasgamos el borde, ni nos invade la sorpresa que producirían las palabras manuscritas, con algún tachón o término que no entendemos bien…

La “modernidad” y la tecnología han aguado la fiesta y ahora si queremos, leemos y si no… Pero por favor, ¿hubieran dejado de abrir un sobre de cartas, que pasaron debajo de la puerta de la casa y que además tenía estampillas…?

Imagen: es.dreamstime.com

RECORDANDO…


No son personajes importantes, salvo uno, y están en mi recuerdo, anidados en medio de los algodones de la memoria.

Royalón”, el rey bonachón, la melosa princesa “Golosina”, el perro “Vainilla” (que era curiosamente de color verde), un consejero real, con sombrero, que le ocultaba un poco el rostro, que se llamó “Intríngulis”, el bufón “Flon” y el infaltable dragón de todos los cuentos, bueno y simpático: el dragón “Tragón” …

Estábamos en JWT y a Germán Gamarra y a mí se nos encargó una campaña para “ROYAL”, que en su línea de postres tenía, por supuesto, la gelatina de diversos sabores y colores, los flanes, los pudines y la leche asada…; tal vez confundo el flan con el pudín, o viceversa y sean una misma cosa, pero en todo caso, los sabores eran a chocolate y a vainilla.

Germán Gamarra era un artista especialmente dotado para el dibujo, la pintura, todo lo que fuera gráfico y con un humor y una “chispa” verdaderamente notables. El automóvil “Triumph” negro, en el que llegaba a la agencia cada mañana, era diferente a cuantos otros de la misma marca yo conocía, y era, indiscutiblemente, su engreído. Germán, de “frente amplia”, como yo le decía, usaba bigote, que se acariciaba cuando estaba pensando y su carácter, estoy seguro que influyó en mí para crear a “Royalón”, el personaje principal de esa “corte”, al que él, magistral, dio forma gráfica.

Con Germán nos divertíamos mucho imaginando personajes y creándoles historias, aunque sabíamos que solo quedarían algunos de ellos, ligados a los productos existentes de la marca y que nada de lo que maquinábamos, salvo –repito- algunos pocos personajes, verían la luz. Nunca nos importó, porque tanto Germán como yo, considerábamos que, para tener buena publicidad, había que divertirse haciéndola. Ahora que mi amigo “el italiano” -como le decíamos- ya no está, estoy seguro que se fue al Barrio Eterno pensando lo mismo y yo que todavía ando por estos lares, pienso igual que entonces.

Me divierte recordar también y me enternece, que hubiésemos trabajando juntos en Kunacc, antes de terminar cada uno aterrizando en JWT, en tiempos diferentes; en la primera agencia yo era redactor y Germán director de arte. El director creativo era el gran “Cumpa” Donayre que renunció al puesto y en vez de poner a Germán como director creativo, me escogieron a mí, con bastante menos experiencia que mi amigo. Al tiempo, Germán renunció, se fue a JWT como director creativo y algo después, yo fui a la misma agencia, como redactor, a trabajar a sus órdenes. Pero nunca fuimos jefe y dependiente, salvo en los cargos “oficiales”: fuimos amigos siempre y lo seguimos siendo, especialmente hoy, que echo de menos sus chistes (que apuntaba en un papelito, que llevaba guardado en su billetera), su bonhomía, sus “colerones” y ése amor por la pintura, que – ya lo conté antes- le llevó a pintar sobre cartón en desuso (tal vez la tapa de alguna caja de zapatos), paisajes hermosos, usando pasta para zapatos y un palito, cuando, desesperado  y con la necesidad de crear aguijoneándole, en un club campestre, no encontraba colores, pinceles ni papel o una tela y solo consiguió en una tiendecita…¡pasta para zapatos, marrón, negra, amarilla y guinda!

Ese es el Germán Gamarra en mi memoria, el recuerdo que me hace sonreír, como cuando llegó con anteojos oscuros debido a un orzuelo, al que bautizó como “potosis oftálmica”, producto de mirar mucho rato el trasero de una señorita, que pasaba frente al “Haití” de Miraflores, una tarde, a eso de las seis y media, en que conversábamos nuestros cafés.

Imagen: http://www.marketingdirecto.com

EL SUEÑO QUE SE QUEDÓ EN SUEÑO


Cada vez que escucho la palabra música, me acuerdo de mi madre, porque era parte natural de su vida y la imagen que guardo, donde ella, joven, está tocando una guitarra, fue su sueño incumplido hecho fotografía, porque lo que aprendió, desde chica, fue a tocar el piano.

Si hubiera sido la guitarra…” me decía, pensando que, en los múltiples viajes, en los que acompañó a mi padre –ingeniero, constructor de caminos- a lugares perdidos entre cerros, a pueblitos lejanos, a ciudades pequeñas, a la nieve, o a la orilla del mar, si hubiese tocado la guitarra, podría haber hecho la música, esa que siempre llevó dentro, porque viajar por el Perú, cambiando todo el tiempo de lugar de destino, llevando un piano, habría sido pesadilla y no sueño…

No pudo hacer realidad su sueño de tocar guitarra; digamos que cambió cuerdas, por teclas.

Ya conté en otro sitio, que aprendí a escuchar música porque me sentaba a sus pies, en la salita de la casa de Barranco, mientras ella viajaba con la mente, escuchando en los discos a Beethoven, Chopin, Mozart, Vivaldi… El “Garrard” automático, fue, diría, mi primer pasaporte a una música que visité con la guía amorosa y paciente de mi madre.

Música que nunca pude hacer, porque era negado para ello, pero que he continuado disfrutando y disfruto, incluso ahora, cuando escribo estas líneas. Música que, en el Teatro Municipal de Lima, escuchábamos cada domingo, religiosamente, con Myrtha, con Beatriz, con Fernando y con algún otro amigo que nos acompañaba en la melómana aventura semanal, allá, por la mitad de los ’60…

¿Qué sería de mi vida sin la música? No puedo ni siquiera imaginarlo, porque aprendí desde chico, que la belleza puede imaginarse, verse, pero también se escucha.

Imagen: María Antonieta con guitarra, Arequipa, Perú.     Circa 1926.