Era una fiesta a la que nos había invitado el amigo de un amigo, porque su hermana le había contado que su amiga (a la que festejaban) necesitaba hombres que sacaran a bailar a las chicas. El sábado en la tarde a eso de las cuatro era la cita, en un segundo piso, entre las avenidas San Martín y Grau, cerca del monumento.
Estábamos en esa edad en que se va dejando la niñez para entrar a una zona desconocida, donde el mundo parece pequeñito y cabe en el bolsillo; bolsillo en el que todavía queda alguna canica que convive con la llave recién estrenada (“¡Sé responsable!”) de la casa.
Esa edad en que tratábamos de entrar al cine Zenith a las películas catalogadas como “para mayores de 18”, porque ya las cowboys iban quedando atrás. La edad en que aspirábamos a abandonar el cascarón, sin darnos cuenta de lo que se venía.
Pero era sábado y nos habían invitado a una fiesta con baile… Hicimos un previo reconocimiento de la zona y vimos que por unas escaleras estaban subiendo sillas: ¡era el lugar! Mucho antes de la hora, nos reunimos los cuatro, provistos de varios sobrecitos de “Sen-Sen” (pastillitas minúsculas que sabían a anís) para el aliento y compartimos la cajetilla de cigarros con filtro que habíamos comprado al crédito en “Perico”.
Llegó el momento y tocamos la puerta. Nos hicieron pasar, subimos la escalera, e hicimos nuestra entrada. Era una sala-comedor con las sillas en fila, pegadas a las paredes, una mesa llena de sanguchitos caseros, de esos de paté, de queso y de jamón, de pasta de aceituna y las butifarritas con más salsa criolla y lechuga que jamón; también había dulces pequeñitos: alfajores de miel y manjarblanco, güargüeros, “pañuelitos” rellenos, bolitas de mazapán y canela y claro, vasos con gelatina…
En las sillas estaba acomodada la parentela a la que saludamos para después abrazar a una desconocida que era la del santo; no estaban ni el amigo del amigo, ni el amigo mismo: éramos al parecer los primeros en llegar y los únicos hombres en la fiesta, salvo dos tipos grandes con pinta de aburridos y de tíos. Nos sentamos, para ver qué pasaba y de pronto una señora gorda puso un disco de moda y palmeó: “¡A bailar todo el mundo!”. La música sonaba y nadie se movía, hasta que uno de los hombres con pinta de aburrido, sacó a bailar a la señora gorda. Sonó el timbre y la señora dejó a su pareja y se fue a abrir la puerta; pasados los instantes que toma el subir las escaleras, aparecieron el amigo del amigo, el amigo y como cuatro más. Por lo menos, éramos más y de algún lugar (seguramente un cuarto) salieron varias chicas con la dueña del santo que había hecho mutis nada más saludar.
Las chicas se reían y la señora gorda puso otro disco para “animar la fiesta”. Cuando todos bailaban, menos nosotros cuatro, la señora nos dijo: “A bailar, a bailar…; no se aceptan desaires. Si no bailan, se van… ¡La puerta está abierta!” Carlos, sin mirarla siquiera, dijo bajito y claro: “¡Ciérrela que hace frío!”
Ahí acabó la fiesta. Para nosotros, claro.
Me hiciste acordar al mencionar la comida de la fiesta a los pañuelitos, que eran por aquí, una especie de masa soplada, rellena de crema de vainilla.Eran riquísimos.
En cuanto al pasadisco, estaba el portátil, que lo ambicionaban muchos y lo tenían pocos. Los discos se prestaban para se pasados y poder compartirlos.
Qué época feliz, gracias por compartirla.
Un abrazo y hasta pronto.
¡Qué bueno que te gustara!
Los pañuelitos son rectángulos de masa (tipo pan de molde), que entre dos tajadas llevan relleno de manjarblanco (dulce de leche) y luego son doblados en triángulo. El tocadiscos era un «must» y las casas que se «preciaban» tenían una radiola (combinación de radio y tocadiscos, con parlantes) que generalmente iba en la sala de estar. ¡Épocas divertidas e inocentes! Me encanta recordar y compartir.
Hasta la próxima…
Manolo. 🙂 🙂