Conocí el mar porque siempre viví cerca de él.
Recorrí palmo a palmo el país antes de conocerlo, en los relatos largos de mi padre y en las fotografías con las que retrataba sus caminos.
Estuve en Trujillo, Desaguadero, Tacna, Puno, Cuzco, Chiclayo, el abra de Porculla, en Iquitos, Arequipa, Nauta, Celendín, en Otuzco y muchos sitios más.
Crucé la sierra en mula, me enterré en el desierto, comí en los campamentos y conté las estrellas por la noche al borde de un fuego que moría.
Cargué mira, teodolito y sin ganas, me levanté a las tres de la mañana para cruzar un río ayudado por sogas y canasta.
Fui a las ferias de ganado, miré las plantaciones que eran el océano verde de la caña.
Conocí al morochuco con sus ojos azules y construí –ingeniero- un raudo autocarril que iba desde Tacna hasta Arica.
Así viví el Perú cuando tuve seis años: a través de las historias de mi padre y sus fotografías.
Con mi madre recorrí en Arequipa la casa del abuelo, fui de paseo a Tingo y jugué carnavales en comparsa.
Después viví en el Cuzco, en la lejana hacienda San Antonio donde para comer había papas y lechuga; allí supe del frío, del terremoto y del rayo que carboniza al árbol, al pastor y a la oveja.
Después pasé a Trujillo, soleada, silenciosa a la hora en la que todo duerme siesta; a los ternos de dril, al sombrero de paja, al venado, a los grillos, al auto de maderas y lata; a la radio en la noche, al tejido y al esperar paciente, al sueño solitario.
Así viví aventuras de ingeniero y el silencio de la mujer que espera.
Así empezó un periplo que me llevó a través de los libros al África increíble de Salgari, al desierto inacabable con ciudades extrañas de Loti; a la Cartago imaginada de Flaubert, a la luna de Verne y al fondo de los mares con el capitán Nemo; a la pelea insomne de Acab y la ballena blanca.
Crucé los continentes, habité en Mompracem y navegué en un prao para buscar Labuán.
Pasé los mil veranos de mi infancia viajando en la terraza de mi casa en Barranco, con un libro en la mano y el mar prometedor, al frente, en las mañanas
Descubrí que el invierno tenía nieve y lobos en otras latitudes y aprendí a repetir Irkutsk, taiga, Strogoff, zuavo, troika y mil palabras que sonaban a lejos, a magia, a regiones inmensas, a soledad buscada.
Y así me fui encontrando en la Providence inmemorial de Lovecraft, descendí hasta los infiernos de las profundidades donde Cthulhu aguarda; vagué ocioso por el país de Yann y me maravillé con el Roc de Simbad y el mágico teatro de Hesse con su lobo estepario que es solo para locos.
Después salí hacia Marte de la mano de Bradbury y conocí al marciano de los ojos dorados; concerté en el espacio una cita con Rama.
Así, viajando desde libros, hilvanando palabras, soñando con lugares soñados, descubrí que este mundo es más ancho y más grande que el mundo solamente.
Descubrí que detrás de los sueños siempre están las palabras y que la realidad no es sino el reflejo pequeño de la mente: un espejo chiquito y empañado que te muestra lo gris de un cielo sucio, el barro de las calles y la ropa andrajosa del mendigo.
Descubrí que en los libros y en la imaginación, el sol existe y brilla, la arena es siempre blanca, el hombre no envejece y la risa es reída por una eternidad; que allí las aves vuelan libres y las ciudades pasan como empujadas por el viento dejando solamente la huella de un jardín florecido, el río con su canto, el campo, la cabaña, el hada, la mujer de ojos grandes, los caballos, las mariposas frágiles y el olor de los sueños.
Por eso no me muevo; por eso viajo inmóvil: por eso perennizo en la memoria el fuego de los sueños y sé que lo demás, finalmente, es tan solo la vida.
Escrito en Lima, 20.3. 1996.
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