
Hay muchas historias en mi infancia.
Vivíamos en una casa grande, llena de rincones oscuros y con vidrios de colores. De muchos colores.
A través de los rojos se veía porque eran transparentes, pero los otros eran “catedral” y solo dejaban pasar la luz.
En la terraza de abajo poníamos una colchoneta y nos tirábamos a leer chistes: El Pájaro Loco, El Conejo Oswaldo, El Capitán Marvel.
También leíamos “El Chico de las Dunas”, que tenía una cita se San Agustín pegada en la parte de atrás. Entonces nos sentíamos en la hacienda, durmiendo bajo los árboles y pescando en el río.
A la hora de almorzar, dejábamos abierta la ventana del comedor para que entrara el aire de mar. El comedor. Con su mesa de mantel de hule: la mesa tenía diversos crujidos.
Nosotros escondíamos las espinacas, tratando de que no nos vieran, en el borde de debajo de la mesa.
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Quizá tú te acuerdes de esos días largos de vacaciones en los que bajábamos a la playa y nos poníamos las zapatillas (las de básquet nomás hermano, mi mamá no me compra de las otras) para que las piedras no nos aplastaran los pies.
¡Y los erizos! ¿Te acuerdas?
La señora gorda que se metía de a poquitos, bien agarrada de la soga y las olitas que hacía.
Las escaleras de madera y los rieles oxidados, llenos de musgo y pequeños choros…
¡Vacaciones! Tiempo de sol y playa. Tiempo de los amores nuevos que se iban cada tarde en el pico de una gaviota.
Tiempo de no ir al colegio y volver por la noche, pasadas las diez, a la casa.
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Mi infancia tenía cerros azules y bosques del color de la tarde en mis juegos y los piratas navegaban desde la baranda de la terraza.
Éramos Sandokán y Mompracem quedaba al frente, casi pasando la quebrada.
Todas las tardes arribábamos con el botín preciado de los sueños. Todas las tardes los vidrios filtraban la realidad en verde, rojo, amarillo y azul.
Jugábamos solos y al caer la noche regresábamos cansados de vagar por entre las páginas del libro que estábamos leyendo. Yo era Phileas Fogg y daba la vuelta al mundo en un juego que tenía capítulos. “¿Dónde nos quedamos ayer?”: Ese era nuestro visitar a la fantasía diaria.
La casa de Lucho tenía una perezosa grande, de metal, con cojines floreados; allí en las noches de los catorce años, cantábamos y Lucho empezaba a tocar la guitarra.
“Noches de Ipacaraí” era la mejor. Era verano, claro: las mejores canciones se cantan en verano.
Adaptábamos letras y nos asombraba ser tan poetas.
Cada noche descubríamos que era mejor sentarse conversando de las chicas, que darse una vuelta en bicicleta tirando papelitos, con una liga, a los enamorados en la costanera.
Entonces yo me iba a la casa y Lucho me acompañaba. Yo volvía, lo acompañaba y él me acompañaba al regreso…
Y así, conversando, pasaba nuestra pequeña adolescencia.
Nos asombrábamos de todo y ver a las chicas en ropa de baño era como película para mayores de 18.
Así éramos los chicos entonces.
1° de setiembre 1972.
Nota: Este es el primer cuento que un diario, “Correo”, publicó, por la intermediación de don Jorge Donayre Belaunde, “El Cumpa”, notable periodista, guionista de televisión y director creativo de “Kunacc”, la segunda agencia de publicidad donde trabajé como redactor.
Como curiosidad, diré que la ilustración que realizó el dibujante del diario, no tenía nada que ver con el texto, porque era una pareja de jóvenes besándose con el fondo del “Puente de los Suspiros”.
A la narración agregaron, a modo de presentación: “Un joven narrador inicia la que esperamos sea larga y fecunda colaboración con este diario, cordialmente abierto siempre a los nuevos valores”.
Imagen: Barranco, Puente de los Suspiros. http://www.pinterest.com
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