
Le decíamos “Turco” porque a todos los descendientes de árabes les llamaban así siempre y no porque hubiese nacido en esa Turquía de la que todo se ignoraba en una Lima más bien provinciana aunque con ínfulas de ser ciudad cosmopolita; el papá del “Turco” vendía telas, sus tíos vendían telas y su abuelo y sus tíos-abuelos iban con sus maletas llenas de “cortes” de casa en casa, ofreciendo “Finas gabardinas, señora”, “¡Vea que linda muselina!…, escoja su color sin compromiso…”
El “Turco” había nacido en un pueblo de la sierra, esa que recorría su padre para “hacer negocio y hacer patria” además de hacer hijos y regar de “turquitos” su ruta telífera; a los diez años se vino a la capital en un ómnibus junto con su padre que convenció a su madre de que lo dejara ir con él para que tuviera la educación y las oportunidades que no encontraría en las casas grandes y calladas, viejas para un chico, allí en el pueblo y tampoco en la provincia toda.
Llegó, motoso y tímido con su “cantito” serrano que delataba su no-limeñidad y su padre lo puso a trabajar con él, sirviéndole de compañía y cargando otra maleta más pequeña en la que llevaba las telas y retazos que harían crecer el negocio y por qué no, con el tiempo –pensaba Roberto, que así se llamaba su papá, como él, como los quince Robertos que estaban esparcidos por las serranías, sus hermanos de los que sabía porque su madre le había contado- alquilar un local en el centro y establecerse con todas las de la ley.
Pronto, el niño tímido, callado y sonriente se hizo de una clientela segura que le compraba hasta vaciar la maletita; los retazos se convirtieron en secadores vistosos que por los precios y la sonrisa de “Roberto chico” se volvieron populares.
Roberto crecía, acompañaba a su padre, vendía “secadores de fantasía” y se acercaba a toda velocidad a su apodo definitivo, ese por el que lo conoceríamos nosotros y la policía también…; nunca quiso explicarnos lo de la policía, pero en el grupo de la esquina, el “Turco” tenía su leyenda.
Al “Turco” lo mataron de un balazo una noche cuando se equivocó y quiso “cogotear” a un pata que tenía pistola: su cómplice corrió y él no pudo; estuvo en la morgue cuatro días y su padre, deshecho, sacó el cadáver para velarlo y enterrarlo.
Fuimos al velorio y nadie habló pero todos sabíamos y Roberto papá sabía también porque la policía se lo dijo cuando lo interrogaron; después no lo volvimos a ver y dicen que se fue al pueblo donde vive la mamá del “Turco”; nosotros vamos al cementerio y le ponemos flores a su nicho que solo tiene pintada la fecha de la muerte, una cruz y la palabra “Turco”.
Su papá no sabe que juntamos plata y le “bajamos” un billete al guardián, que es pintor, para que borrara lo que había en la lápida de cemento, la pintara de blanco, y con negro pusiera una cruz, la fecha y la palabra “Turco”: total el pueblo está lejos, a Roberto papá le quedan catorce hijos y seguro que ni se va a acordar de nuestro amigo.
Imagen: caritaspuno.blogspot.com
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