Leer era su pasión. Además de comer, dormir e ir al baño era lo único que hacía porque una herencia de su abuelo que consistía en una inmensa biblioteca y una cuenta bancaria bien provista se lo permitía.
Leía siempre al pie de los estantes repletos, en un sillón muy cómodo y tenía a mano una mesita para el café y las galletitas que renovaba constantemente Antonia, la que fuera empleada de su abuelo y le decía “niño” aunque tuviera como treinta y cinco años.
Antonia estaba casada con Samuel, que era el jardinero, el que veía los asuntos de plata y del diario vivir. Entre Antonia y Samuel hacían funcionar la casa y él leía.
Un martes por la tarde estaba ensimismado con un libro que narraba las desventuras de un político de la antigua Roma, cuando un ruido sordo precedió al inmenso temblor; al terremoto que no le dio tiempo de levantase del sillón porque trajo abajo las estanterías y los miles de libros que en una avalancha literaria lo aplastaron.
Cuando todo pasó y Antonia seguía arrodillada en el jardín de adentro, Samuel trató de entrar a la biblioteca y desde la puerta vio que estantes y libros lo cubrían todo.
Antonia y Samuel limpiaron, lo enterraron, pusieron los libros en cajones y los fueron vendiendo hasta que desaparecieron.
Ahora viven bien, pero leen revistas, que son más ligeras y no las coleccionan.
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