Los geranios y las violetas africanas me recuerdan que mi madre los tenía frente a su ventana y las cultivaba con cariño; traen a mi memoria que ella decía de los primeros que eran las flores de la vejez y del amor con el que cuidaba las plantitas de flores moradas y hojas de un verde casi imposible que crecían en macetas. Recuerdo que usaba perfume de violetas y su aroma me lleva a un Barranco ya ido, a misa de domingo, a desayunos tempranos y a un televisor SABA en blanco y negro que en el comedor nos traía a Raúl Ferro Colton y “El Panamericano”.
El olor a violetas impregna cada día, de esos en los que uno no se preocupa por lo que vendrá porque es una fragancia que asegura que ella está allí o pasó hace un rato antes de ir al Servicio Social de la parroquia o a visitar a la señorita Lazo.
Geranios y violetas: la sencillez de unos y la discreta opulencia de las otras son imágenes y perfumes de infancia: de un tiempo que pasó pero regresa silencioso y feliz.
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