CICATRIZ

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El primer día de clase, creo que entraba a quinto de primaria, corriendo por el segundo piso del colegio, resbalé y me caí dando con la cabeza en una esquina del zócalo, que supongo era de cemento: me rompí la cabeza, justo en la frente, al lado derecho, adonde nace el pelo.

Sangraba mucho y me llevaron a la enfermería, donde el Hermano Arias me puso lo que supongo ahora era un desinfectante y de allí me llevaron a una clínica (¿la Maison de Santé?) donde en emergencia me cosieron. No era grande la herida y bastaron tres puntos, pero era la primera vez que algo así me pasaba y bajo mi aparente tranquilidad lo que había era un tremendo susto.

Un parche de gasa y esparadrapo fue por unos días la marca que anunciaba un estoicismo fingido que en realidad era la parálisis de un niño ante lo desconocido: “¡Tienes que ser valiente!”, me habían dicho antes de la cosida y yo tragué saliva, apreté los ojos y sentí que los breves hincones de la aguja me convertían en una especie de Cid Campeador, o tal vez en un herido Llanero Solitario.

Lo que fue novedad y motivo de orgullo, pasó. Pronto la herida pequeñita se volvió  cicatriz, esa que todavía tengo y me recuerda que un día fui el Llanero Solitario herido o el Cid Campeador después de una batalla.

¡Las cosas que me acuerdo!