DE LAS SUPERCUERDAS Y LOS TRUENOS


Supercuerdas

Cuando escuché hablar de las supercuerdas, hace muchos años, de inmediato pensé en unas sogas gigantes.

De chico, y creo que a todos nos pasa, hubo cosas cuyo significado no comprendía y les daba otro, que hacía mío. Como los truenos cada verano que iba a Arequipa, que hacían sonar las tardes de nubes oscuras. Mis tías les decían “los caballos de San Jorge” y yo me lo creía al principio, hasta que algún primo más avispado que este limeñito crédulo, me desasnó. No sé si hizo bien, pero sentí que la magia se iba a retumbar a otro sitio.

Suele suceder así, vamos perdiendo lo que para unos es inocencia y para mí es la capacidad de asombrarse ante algo. Conforme se crece la magia va acabándose y ya no nos maravillamos, porque sabemos que es un truco, cuando un faquir serrucha en dos mitades a una encajonada mujer.

Y después resulta que lo que no entendemos, lo obviamos.

Pasamos por esta vida que está llena de preguntas, con un par de respuestas que acomodamos según necesitemos.

Hemos perdido la capacidad de asombro y lo más singular nos suena a corriente. Seguimos caminando y así perdemos el atardecer sobre el mar, los colores acrobáticos del colibrí; por qué nuestro reloj ya no hace “tic-tac”; por qué navega el barco y “cantan” las ballenas. Perdimos el “por qué” y lo hemos reemplazado con un encogimiento de hombros.

Nos encogemos de hombros ante lo que son maravillas y nos preocupamos de lo que no debíamos.

Es curioso este ser que deja de jugar cuando crece, deja de preguntar y claro, ya no cree, porque en el fondo cree saberlo todo.

Ojalá recuperáramos algo de esa magia que nos hacía chicos boquiabiertos, para soñar un rato, porque nos hace falta.