CARPAS A RAYAS


Lo aquí escrito (ida a la playa) ya lo debo haber contado, pero en otra forma. Lo que sucede es que a veces el tiempo influye al llamar a los recuerdos y en Lima hace un calor…

La playa tiene carpas a rayas: unas azules, otras rojas y otras verdes. Están ubicadas una junto a la otra a distancia prudente de la orilla del mar. Las levantan a las seis de la tarde, porque después sube la marea y lo inunda todo. Sin carpas, quedará un terreno removido, rastrillado apenas, con alguna pluma de gaviota clavada como una pequeña bandera. Quedará cierta basura que el mar se encargará de remover y si permanece, a la mañana siguiente los rastrillos de limpieza la harán desaparecer, preparando el territorio para la colocación de las carpas y para un día más de verano.

Delante de las carpas hay algunas tumbonas hechas de madera y con tela igual a la que tienen las carpas. Los colores se repiten, pero no guardan ningún orden. Ambas cosas se alquilan para proporcionar un poquito de sombra y privacidad para cambiarse de ropa y prepararse para un chapuzón en traje de baño y descanso, aunque sea al sol, echado sin hacer nada  más que mirar el brillo del mar que se agita manso, enviando olas que vienen a morir entre los pies deshechas en espuma.

De pronto una pelota de jebe cae y viene seguida por un muchacho que salta intermitentemente porque se quema los pies cada vez que toca la arena caliente. Son casi las doce y la playa se va llenando de bañistas que juegan metiéndose a un agua que no cesa de ir y venir, creciendo y decreciendo en altura conforme se acerca. El muchacho en ropa de baño azul se lleva la pelota y prefiere correr por sobre la arena húmeda donde sus huellas quedan hasta que se aventure a llegar más allá. El bullicio crece y no parece importarle al que lee echado boca arriba, con un sombrerito que protege un poco su cabeza. A su lado una toalla, bronceador y dos slaps hablan de frugalidad. Cerca, una señora gorda, con tres chicos, discute el precio del alquiler de una carpa. Parece que regatea, pero no logra su objetivo. Dos de los niños la acosan y el tercero sube y baja las piernas, como si marchara en el sitio. Finalmente se adueñan del espacio pequeño que está delante de su trozo de sombra achicharrante: Tienden las toallas y demarcan su territorio.

Unos señores barrigudos  caminan conversando por la orilla, esquivando algún pelotazo que termina en el mar y mujeres jóvenes  están echadas boca abajo, brillantes de bronceador,  con pequeños bikinis, anteojos para el sol y chismes detenidos hasta mejor oportunidad.

Es verano, es playa, es casi mediodía y hay un intenso calor.

A esa hora llegamos nosotros. Nos lleva don César, en su Mercury guinda, flamante, chillando. Interior crema. Cómodos asientos, cuatro puertas. Don César es papá del Chino, amigo desde que nos encontramos haciendo fila con guantes blancos, en el patio del colegio. Toda una vida hasta este momento, en que los 14 o 15 años nos hacen sentirnos mayores. No sé si el papá del Chino está de vacaciones o se ha venido desde el banco en el que trabaja, en el centro, cumpliendo la promesa que hizo a su hijo de llevarlo con sus amigos a la playa.  Nos deja y recogerá más tarde, como a las dos. Mientras tanto, nosotros aprovechamos: Con las propinas pagamos el alquiler de una carpa y una silla. Somos cuatro y no hemos ido mucho a la playa, o sea que estamos blancos y hay que cuidarse de la erisipela. Por lo menos eso es lo que nos recomendó la mamá del Chino (que es chino sólo por el apodo) antes de salir de su casa, donde nos habíamos reunido para salir, dejando nuestras bicicletas.

Tenemos como dos horas para nosotros. Esta vez hemos venido a “La Herradura”, mucho más bacán que irse a los Baños de Barranco, bonitos, con construcción de madera, orquesta los domingos y cuartos con candado para cambiarse y dejar la ropa. Con viaje en funicular para llegar a la playa. “La Herradura” es mucho más para nosotros que somos “grandes”: Una playa-playa, donde hay malecón, restaurantes que venden cerveza  y escaleras de piedra para llegar a la arena.

Don César nos ha dejado en el malecón, cerca de las escaleras y nos recogerá ahí mismo.

Ahora nos echamos bronceador con olor a coco y Lucho se pone una crema sobre la nariz, porque es su parte más delicada. Nos echamos en las toallas, pero pronto las metemos a la carpa y corremos hacia el mar. Entramos salvando los tumbos que dócilmente llegan hasta la costa y cuando una ola más o menos se levanta antes de reventar, nos zambullimos y la dejamos atrás. Braceamos un poco y nos parece que fuéramos los únicos, de pura felicidad.

Volvemos a salir, entramos de nuevo y calculando para no llegar tarde a nuestro  circunstancial transporte, vamos chorreando agua hasta la carpa para tomar las toallas y secarnos. El Chino entra al espacio  caliente por ellas. Nos secamos y emprendemos el camino hasta el malecón. Como falta casi media hora, nos aventuramos y descubrimos que en un restaurante venden butifarras. El Loco no quiere y nosotros sí. Tres butifarras y cuatro Coca-Colas  (porque bebida sí, dice el Loco) hacen cama hasta el almuerzo que nos espera en casa del Chino. Comemos, parados nomás para después sentarnos en el malecón a esperar al Mercury guinda. Puntuales, a las dos nos estamos yendo;  ahora el carro sube la cuesta, da vuelta y enfrenta al túnel. Con  las ventanillas  abajo y ya en la oscuridad, gritamos para escuchar el eco de nuestras voces. Los faros del auto disipan un poco la oscuridad y el túnel acaba. Salimos a la luz, don César apaga los faros y enrumbamos a la calle Tarapacá, en Barranco: Nos espera el almuerzo, nuestras bicicletas y todo el verano. Tenemos 14 o 15 años, ya somos “grandes” pero seguimos siendo niños.