Como ya lo he dicho en un antiguo escrito, “Conocí a mi abuelo Francisco en el color de los ojos de mi madre”, porque falleció en 1938, bastante antes de que yo naciera y todo lo que he sabido de él ha sido por intermedio de María Antonieta, “Tony”, para nosotros, historias de familia, los escritos de él o sobre él y las fotografías.
Vuelvo a escribir sobre mi abuelo Francisco porque cuanto más ahondo en este conocimiento póstumo, siento tremendamente no haberlo conocido en persona, para poder preguntarle y aprender de él directamente, esas cosas que los nietos quieren saber de los abuelos y que estos, quitándose los anteojos, cuentan…
Cuando miro la fotos veo a un hombre que debió ser bajito, serio, que muy rara vez aparece riendo, aunque sea una instantánea la que lo muestre (y eran raras esas fotografías tan populares hoy, en una época en que se pensaba estar posando para la posteridad); con anteojos redondos, calvo y con bigote, siempre de saco y corbata.
Cuando leo sobre él, lo único que veo y conservo son palabras de homenaje, de agradecimiento; que hablan de un hombre extraordinario, que se pagó los estudios universitarios de Derecho dando para ser abogado, dictando clases en un colegio; que fue maestro universitario, rector tres veces de la misma universidad donde estudió su carrera en Arequipa, profesional reconocido, condecorado con la Orden del Sol por el Estado.
Leo asombrado sus poesías y la prosa suya que encontré en hojas sueltas; recuerdo que mi madre me contaba de su puntualidad, que los escritos sobre él corroboran, de cómo se levantaba al alba y se acostaba temprano cada día, sin importar que fuera lunes o domingo; que leía muchísimo y que yo nunca pude ver su biblioteca fabulosa que alguno de mis primos mayores vendió en su provecho…
No conocí a mi abuelo Francisco, el de la prole numerosa, que tenía la imagen del patriarca, del hombre justo; el que por sus ideas de avanzada supo ganarse el respeto de muchos y la inquina de algunos, pero hubiera sido muy feliz de conocerlo y que con mi abuela Margarita tomáramos el té un sábado, en el gran comedor, para después, al piano, escucharla tocar lo que ella quisiera, yo sentado en la alfombra y él en lo que de seguro era su sillón favorito.
Sí, tal vez me excedido en espacio, pero es que cuando pienso en mi abuelo Francisco es tanta la carga de recuerdos heredados que se desborda como el agua de un pozo y corre libremente haciendo que reviva unos días que nunca conocí, pero que intuyo.
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