Hasta el próximo jueves.
Una semana de descanso para que leer no sea aburrido.
A Lucho lo han nombrado Ministro de Cultura y anoche lo vi, por televisión, juramentar. Me hubiese gustado estar en ese momento en el Salón Dorado y darle un abrazo muy grande. Como no iba a poder ser, lo llamé ayer temprano por el celular, sin mucha esperanza que contestara, por la avalancha de saludos que de seguro estaba recibiendo, pero me respondió y le deseé el mayor de los éxitos.
Con Lucho nos une la amistad, esa que se remonta a 1952, cuando empezamos juntos en la misma clase del colegio. Claro que lo conocía de un poco antes (a veces la memoria hace gambetas) porque sus hermanos, Paco y Manolo estudiaban en la misma clase de mi hermano Pancho y eran muy amigos, barranquinos también y asiduas presencias en la casa azul, llamada “Villa Teresa”, donde vivíamos.
Largo sería contar las incidencias de una amistad que se remonta a más de sesenta años y que cada día, con el pasar del tiempo, se ha ido haciendo más profunda. Solo guardo gratos recuerdos de ella y su acontecer presente me llena de alegría. ¡Mi amigo es Ministro!
Para muchos esto quizá no sea importante y para algunos sea una oportunidad de “conocer a alguien”. A mí me parece un justo reconocimiento al hombre, que aun quitando la amistad (cosa harto difícil, si no imposible), ha hecho tanto desde su trinchera por la Cultura en nuestro país. Un tipo que poco a poco ha ido logrando ser un referente y sin embargo permanecer sencillo, como cuando vivía en la avenida Grau, de Barranco y la amistad no buscaba nombres, títulos ni posesiones. Somos como hermanos y recuerdo claramente las largas conversadas diarias, cuando después del colegio yo iba a su casa y allí pasábamos esas horas hermosas de la adolescencia, cuando él tocaba guitarra, cantábamos inventando letras y lo que estaba de moda. Guitarra, sigue tocando. La adolescencia quedó atrás pero los momentos compartidos y vividos, no nos los van a quitar nunca.
De pronto se esperaría que contara muchas cosas aquí: recuerdos y anécdotas. Pero lo bello es que la amistad no necesita de hitos. Es amistad nomás. Compartir las cosas sencillas, reír de los mismos chistes y llorar iguales ausencias. Claro que los momentos importantes van saltando, pero ¿importantes para quién?: para esos amigos que viven una especie de “Comunidad del Anillo” que se prolonga eternamente.
Esto es solamente una expresión de mi alegría. Como la risa, la palmada en la espalda o el canto. O el silbido, tal vez. Ese silbido nuestro, que anunciaba que el otro estaba llegando, que estaba ahí. El silbido propio que tenemos para decirnos “¡hola!” y que tiene tanto tiempo que ya no recuerdo cuando empezamos a usarlo. El silbido que nos anuncia que la amistad es alegre y que seguirá viva, viva como hace más de sesenta años.
El TUC, Teatro de la Universidad Católica, ha cumplido 50 años y entre los múltiples saludos y homenajes que ha recibido, veo que está la Medalla de la Cultura. Eso es: pioneros del buen teatro en Lima, gente que con tesón ha cumplido 50 años de vida institucional y sigue adelante, formando lo que son ya, generaciones del quehacer teatral, cultural, vamos.
Yo, cuando joven, tuve una visión de lo que era y participé de él, gracias a mi amigo Jorge Chiarella. Ya estaban del TUC, dirigido entonces por ése caballero, gran director y actor en verdad mítico, que es Ricardo Blume, amigos, que como Lucho Peirano, harían historia en las tablas. Recuerdo perfectamente que Coco (así le decíamos a Jorge), en una mañana soleada en la playa “La Herradura” me propuso algo insólito: hacer el sonido de una obra teatral que estaba ensayando y estrenaría con el TUC.
Yo había ido antes al local del jirón Camaná, siguiendo, en primer lugar a Lucho, visitándolo y participando como espectador de las actuaciones. Recuerdo lo que sentí al ver “El Servidor de Dos Amos”, con quien sería después gran amigo y compañero mío: Enrique Urrutia. La pieza de Goldoni me encantó y muy en el fondo me dije que sería muy feliz si participara en el TUC.
El hecho es que Coco me ofrecía hacer algo que yo nunca había hecho para otros. Sonido a pedido, a la carta. Tenía entonces una grabadora SONY de carretes, bastante buena, con la que armaba cintas y colecciones de lo que era una de mis pasiones: la música. Coco sabía de ello, porque hacía escuchar a quienes iban a casa, lo último en canciones y temas raros, o grabaciones hechas ex profeso, para demostrar estereofonía y la versatilidad, la belleza, que el sonido tiene.
Así es que un buen día, con un saco guinda, camisa blanca y pantalón negro, aparecí con mi grabadora por el TUC, preguntando por Jorge Chiarella. Pasé a un ambiente con un par de escritorios y sillas y quien después sabría que era Irene Villa, la secretaria, me indicó que me sentara a esperarlo. Entraba y salía gente y más allá se escuchaban voces. Seguramente estaban en clase y yo me moría de miedo y ganas. Miedo, porque era la primera vez que ESTABA ad portas de participar en algo que siempre vi lejano y ganas de ya estar ahí, haciendo cosas nunca hechas. Finalmente llegó Coco, me presentó a algunos como “el sonidista” de “La Sentencia”, obra que iba a estrenar y ensayaba, terminé mi café, conversamos un poco y me hizo pasar al teatrín. Lo llamo así, no despectivamente, sino porque era muy chiquito: un escenario, con su tabladillo y cortinas (“telón”, sería en adelante), sillas para los espectadores y algunas luces. Allí conocí a los actores, que eran dos, hombre y mujer, que hacían de trapecistas en la obra de Sarina Helfgott. Me indicó donde había un enchufe y luego empezó el ensayo. Me absorbió la trama y sólo después, Coco me indicó que necesitaba ruidos de circo, rugidos de animales, música y sonido de redoblante, para usar como ambiente y puntualmente en ciertos momentos.
Salí mucho más tarde, en la noche, iba camino a tomar mi colectivo a Barranco, con la grabadora a cuestas y un sentimiento de importancia muy grande: ¡Estaba en el teatro!
Así pasó el tiempo entre ensayos y afinación de los efectos sonoros y como dibujaba, me encargué de hacer un par de afiches de circo para poner en el escenario y de confeccionar el programa de mano, que recuerdo tenía dibujadas dos figuritas volando (trapecistas) y “LA SENTENCIA” en letras bien gruesas.
Estaría demás contar que fue un buen estreno, plausos, abrazos y público amigo. Para entonces había conocido a Ricardo Blume, personalmente y a Alicia, una chica que estudiaba en la Escuela de Artes Plásticas y teatro en el TUC. Era amiga de Celeste Viale, también alumna de teatro y de Coco, por supuesto. Con Alicia nos casamos tiempo después y seguimos juntos, porque lo que el teatro unió, no lo separe el hombre. Celeste y Coco también se casaron y siguen unidos como nosotros…
Así transcurría mi feliz estancia en el TUC, donde hice muchos amigos, aprendí algo de esgrima con el profesor Munda, actué en un par de obras, participé en todo lo posible, el gran Pablo Fernández me descubrió los secretos del maquillaje teatral y me encargué del diseño de programas y afiches. Cuando el recordado Mauricio Leclére viajó aEuropa, Ricardo Blume me preguntó si quería encargarme de diseñar la escenografía, porque Marco que era un magnífico escenógrafo no estaba. Con total irresponsabilidad y audacia, dije que sí y también me encargué del diseño de vestuario, que Silvia Blume confeccionaba. Actuaba, hacía escenografía y vestuario… ¿Podía pedir más?
“El Centroforward murió al amanecer” de Agustín Cuzzani, con sus cambios violentos de escenografía, plantaba un problema que se resolvió con ayuda de la historia: en el teatro griego usaban los llamados “periaktos” que eran unas columnas triangulares que giraban en un eje y tenían pintado un fondo en cada uno de sus tres lados, Sobre el escenario había cuatro: dos hacia delante, a los costados y dos más atrás, casi al fondo, ubicados un poco hacia el centro. El cambio, por movimiento de cada uno se daba a oscuras y lo hacían los mismos actores que participaban de la escena. Pintamos grutas, paredes de piedra y estudio con diplomas y mucho más. Éramos un montón de participantes y cada uno representaba varios papeles. Al estreno vino el mismo Agustín Cuzzani, sin avisar que lo haría y nos dio una verdadera sorpresa. Con esa obra viajamos a Manizales, Colombia, a participar del I Festival de Teatro… Un viaje hermoso y una experiencia única. Escuchar a Pablo Neruda recitar, hablar al maestro del teatro latinoamericano Atahualpa del Cioppo, ambos jurados del evento y cantar el himno nacional fuera del país son temas imborrables para mí. Como lo fue el que “La Patria”, periódico de la ciudad, pusiera al día siguiente de nuestra actuación, en grandes letras, por encima del logotipo, “¡Perú salvó el festival!”. Por supuesto no sólo no ganamos, sino que ni nos mencionaron al final.
Podría contar mucho más, pero sería muy largo de leer. Baste decir que el tiempo que pasé en el TUC (sin ser alumno de la Universidad Católica nunca) es uno de los más felices de mi vida. Allí conocí lo que es la solidaridad, que todo ser humano puede lograr lo que se propone, aprendí muchísimo, conocí gente maravillosa, me enamoré y supe que el ser actor teatral es mucho más difícil de lo que parece y que aquellos que se dedican profesionalmente a ello merecen no sólo el aplauso caluroso del público, sino el mayor de los respetos.
¡Felicitaciones, TUC! ¡Felicitaciones Ricardo!
Escritora, redactora y editora del lado infra literario opuesto a la revistilla del montón* - palabras de René Wellek y Austin Warren en su obra " Sobre la Teoría Literaria". Editora en el sitio Masticadores Sur
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