
Todo el mundo dice que habla huevadas.
Los chiquillos que merodean por el mercado, toman valor y se acercan en grupo, despacito, para gritarle “¡Cajacho, el loco está borracho!”. Se van corriendo y riéndose cuando él reacciona y sale de su aparente sueño, recostado contra una pared y encima de cartones.
Su reacción es mirar fijamente al vacío y gritar incoherencias mezcladas con insultos, tratando de incorporarse un poco, para, idos los azuzadores, volver a caer en un ensimismamiento que se parecía al mal sueño de una borrachera.
Era una figura común en la zona. Sucio, desaliñado, el pelo crecido y si no hubiera sido lampiño, la barba hubiera hecho que pareciese un profeta, de esos que aparecen la Biblia.
Ni alto ni bajo, se le adivinaba membrudo debajo de la ropa rotosa que cubría su cuerpo. En realidad nadie sabía bien como había llegado; un día amaneció acurrucado en el suelo, cerca de la puerta principal y los que llegaban para abrir sus puestos, pensaron que era un borracho más que dormía la mona. Peleó con los municipales cuando trataron de botarlo y se fue más allá.
Se convirtió poco a poco en parte del paisaje; alguien le regaló cartones y una señora que vendía fruta, le dio la que iba a botar. Pasaron los días y Cajacho, así dijo que se llamaba cuando alguien se acercó a preguntarle, se integró al color tierra del suelo, volviéndose invisible para los habituales. Solo estaba ahí; dormía a ratos y siempre –hasta dormido- hablaba bisbiseando, algo que nadie entendía. Los únicos que lo tomaban en cuenta pero para hacerlo blanco de sus burlas y jugaban a “¡te agarra el loco!” eran los palomillas, que huían cuando Cajacho hacía amago de perseguirlos y gritaba. El resto del tiempo estaba en su rincón y de vez en cuando, alguien que lo creía un mendigo, dejaba una moneda sobre los cartones.
Cajacho (uno de los nombres que les dan a los de Cajamarca) le pusieron cuando lo mandaron a servir a Ayacucho. A ser uno más de los que desafiaban al peligro en las esquinas asoleadas y a maldormir las noches. Un tiempo que él quería que pasara rápido, pasó muy lentamente. Obedeció y mató. Obedeció y dijo que no había matado.
En sus sueños fueron apareciendo: le hablaban, decían “¡no nos mates!” y lloraban. Alguien oyó que hablaba de los aparecidos cuando estaba dormido y les sopló a los jefes.
Se escapó apenas le avisaron.
No quería dormir porque era cuando se aparecían, suplicantes, los fantasmas, que también dieron a presentarse cuando estaba despierto.
Así llegó al mercado. Hablando solo, durmiendo poco y sin querer hacerlo. Así Cajacho se volvió un loco más; un loco víctima de la obediencia, prófugo de la obediencia; el loco al que los fantasmas de la realidad no obedecen y acosan.
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