MI MAMÁ ME MIMA


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El pequeño era engreidísimo y a veces resultaba francamente insoportable; sus rabietas, que producía el no obtener lo deseado, fueron célebres y en la familia todos trataban de darle gusto para no tener que sufrir una.

 

Así creció, engreído y estrellándose contra una realidad que no resultaba tan dulce como hubiera querido; ya viejo, quienes tenían contacto con él lo consideraban un amargado y tejían mil teorías.

 

No se imaginaban que todo había empezado cuando la chica le dijo que no.

 

Imagen: PINTEREST.

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LA PINTURA Y EL CHIP.


CHIP upload.wikimedia.org

Había ido madurando la idea y después la desarrolló; años completos de trabajo obsesivo en una carrera contra el tiempo, porque su padre se hacía cada vez más viejo y de pronto no alcanzaría, no a ver, porque se había ido quedando ciego gradualmente sino a experimentar lo que él consideraba su logro máximo y estaba inspirado precisamente en su padre, pintor que no veía y dedicado a él, que siempre le habló de los colores, las luminosidades, claroscuros y otras maravillas con que la pintura sorprendía a los ojos.

 

Primero estableció un lenguaje, mucho más que un simple almacén de palabras, relacionado con la pintura, donde estaban las descripciones de los colores, las combinaciones de estos, las texturas, las luces y las sombras; luego las técnicas de óleo, pastel, incluso las de carboncillo y lápiz de grafito, las de lápices de cera, el temple y un curioso apartado para los collages más variados.

 

Codificó el lenguaje convirtiéndolo en unos y en ceros y fabricó un lector que se podía pasar sobre la superficie de un cuadro  para “ver” colores, luces, texturas y la técnica empleada en su ejecución; un ingenio electrónico transforma los datos en una voz (de hombre o de mujer) que describía al terminar de recorrer la superficie y esperando unos segundos, lo que había “visto”.

 

Además le agregó un inmenso, interminable archivo de imágenes con las explicaciones detallas de los cuadros famosos de todas las escuelas de pintura y otro, muy pequeño, que guardaba imágenes y descripciones de los cuadros que su padre pintara.

 

 

Probó el ingenio de diferentes formas y lo sometió a cuanta opinión pudo, sin que el secreto saliera de control; por fin, en el cumpleaños noventa de su padre, lo sentó ante una consola, le puso un juego de audífonos que tenía micrófono y le dijo: “Di el nombre de un cuadro…, de cualquiera: no importan el pintor ni la época…”.

 

El viejo no dudó en decir de inmediato “Mi cuarto en Arlés” y luego de segundos una voz de mujer, en los audífonos, describió maravillosamente el cuadro, colores, y texturas, la técnica empleada, las medidas, el autor y el año en que fue ejecutado.

 

En la pantalla, que el padre no veía, estaba la pintura y parecía real;  el padre se enjugaba las lágrimas que no habían parado de salir desde que comprendió lo que estaba pasando: “¿Lloras? Le dijo el hijo  “Pensé que tu regalo de cumpleaños te alegraría mucho…

 

Sí, lloro porque nunca pensé que llegara este día: que cumpliera noventa y supiera que ahora ya me puedo morir porque mi oído ve”.

 

 

Imagen: http://www.upload.wikimedia.org

SOCORRO.


PUERTA CASA

Quería ir a la casa en la que había nacido y vivido, hasta que sus padres murieron uno tras otro; rencillas de herencia, una partida de nacimiento que no existía y dejarse de hablar con la que siempre conoció como hermana, habían abierto un foso enorme que cuando necesitó dejar su departamento para ir a vivir en lo que había sido la casa familiar porque estaba sin trabajo hacía casi cuatro meses, resultó infranqueable.

 

La hermana influida por su mal hígado, su vinagrera causada por un novio frustrado (evento aciago que no superó nunca), se negó de plano a darle asilo y cuando él reclamó que la casa era suya también, ella, la mayor de los dos, le dijo que nunca lo habían reconocido legalmente como hijo porque era “fruto de un desliz” del padre y que si vivió en la casa había sido solo por compasión…; así estaban las cosas y no pintaban nada bien para él a  pesar de que trató por todos los medios a su alcance, que no eran muchos, porque un desocupado tiene primero que ingeniárselas para sobrevivir.

 

¡Sobrevivir! La palabra sonaba inmensa para quien no sabe cómo comerá en el día y sabe que le quedan pocos amigos; que el casero, cansado de promesas lo va a desalojar.

 

Socorro (y hasta el nombre resulta una ironía) no da su brazo a torcer, no cede un milímetro y no le habla, ignorándolo olímpicamente; él no puede pensar claramente y su miedo se une al odio que ha empezado a sentir por esa mujer que tiene casa, dinero asegurado y – lo que menos se explica – un desprecio total hacia el que se consideró siempre su hermano.

¿Que se muera…, matarla…?

 

Tal vez un gran susto logre que el corazón se le pare, que muera; decide jugarse el todo por el todo y apalabra a un tipo que conoce y le ofrece un televisor (que él ya no tiene, pero Socorro sí y una vez muerta lo puede dar como pago).

 

Acuerdan llevar a cabo el plan y días más tarde, en una madrugada, el tipo penetra sigiloso en la casa, con la llave de la puerta falsa que le entregó Leoncio, el “hermano” de Socorro.

 

Todo está a oscuras y tranquilo, huele a guardado y el tipo se desliza entre sillones con funda, un piano y tres mesitas; sube las escaleras en busca del dormitorio y va abriendo puertas que son de un cuarto donde hay sillas, mesa, un banquito y una máquina de coser y la de un baño grande; finalmente lo encuentra y al entrar distingue que hay alguien en la cama, tapado completamente porque hace frío.

 

Se acerca con cuidado, sin hacer ruido y cuando está por tocar y zamaquear al durmiente, se enciende la luz.

 

Pasan dos días y Leoncio no sabe nada del tipo: nervioso, cavila y se decide por fin; va hasta la casa y con precaución como si el timbre quemara, lo toca y espera; Socorro abre, lo mira y antes de cerrar de nuevo la puerta le dice: “A tu amigo, el que vino a matarme, lo maté yo; me lo dijo todo antes de morirse. Tengo su documento de identidad; ¿quieres verlo…?”; entra y cierra.

 

 

Cuando Socorro sale con el DNI azul en la mano, Leoncio ya no está y ella vuelve a entrar para encontrarse con el tipo que está sentado en un sillón -que ya no tiene funda- viendo una revista y tomando un café; se miran y ella le guiña un ojo.

CHEVALIER.


CHEVALIER

Había cosas que la gente importante tenía y él quería ser importante, pero la mayoría de esas cosas eran sumamente caras y no tenía dinero, por lo menos no lo suficiente.

 

Tras mucho pensar y analizar, encontró que un anillo podía ser el que lo hiciera sentirse importante y que los demás lo consideraran así.

 

Empeñó algo de lo que tenía y reunió el dinero necesario para comprar, en la joyería del barrio, un anillo: “chevalier”, le dijeron que se llamaba y que traducido al castellano significaba “caballero”; le pareció una señal del destino porque el anillo lo identificaría con un caballero, alguien importante…

 

Cuando salió del establecimiento con el anillo puesto en el dedo meñique de su mano derecha, lo miró y la piedra, que estaba engastada en una especie de coronita sobresaliente, destelló con reflejos su pretendida condición de rubí.

 

Orgulloso, se miraba la mano e imaginaba que a partir de ahora le reconocerían su calidad de caballero importante con solo ver el anillo.

 

Lo que no sabía es que el oro era bronce dorado y la piedra roja un vidrio facetado; no lo supo hasta que una necesidad urgente le llevó a empeñar su símbolo de importancia y después de examinar el “chevalier” se lo dijeron, devolviéndoselo; salió de la casa de empeños sin el dinero que necesitaba y con el anillo otra vez puesto en el dedo meñique de la mano derecha; al verlo brillar al sol, pensó que si él había creído, podía hacer creer a los demás que era un importante caballero, porque el anillo “pegaba su gatazo*”.

 

*Coloquial: se dice de aquello que parece pero no es; algo “de buen ver”.