
No me gustan las verduras.
Esa ha sido una constante desde que tengo memoria. Algo que no debe ser muy bueno para mi salud, pero que a pesar de tácticas, presiones, disfraces, enojos y paciencia, es algo que nadie, ni yo mismo, ha conseguido que coma consistentemente. Es claro que algún puré de espinacas he comido y el tomate no me provoca repeluznos, pero una ensalada “Caesar” (o dicho en cristiano César) me atrae tanto como el alcohol a un abstemio.
Lo siento mucho, de veras, porque sé que cantidad de los que lean esto disfrutan de la lechuga y el brócoli. No estoy en su club. Hacen ya casi sesenta y cinco años que no como verduras y han sido infructuosas todas las maniobras emprendidas para que lo haga. Hace unos años, un muy buen amigo mío me invitó a almorzar, pero como no había mucho tiempo, decidió que comeríamos en su oficina una fresca y abundante ensalada César, con “croutons” acompañada de un buen vino. A pesar de que él sabía que las verduras y yo no éramos cofrades, debió haberlo olvidado en un instante fatídico. Haciendo de tripas corazón, bebí un poco del magnífico vino y juntando fuerzas, cogí con el tenedor unas hojas, me las llevé a la boca y deglutí. Un nuevo trago de vino hizo que el sabor (para mí desagradable sabor) se enmascarara. Así, conversando, me comí todos los “croutons” y muy poco más de lo que ya era un suplicio. Agradecí, terminé el vino que me había servido de aliado y ataqué un postre que no recuerdo bien cual era. Un café caliente cerró la poco grata aventura gastronómica. No es que la ensalada estuviera mal preparada, seguramente era una muy buena ensalada “César”, pero yo no soy, ni era nadie, en capacidad de juzgarla. Esa tarde-noche, la “venganza vegetal” me alcanzó y el estómago se me hizo añicos. ¿Idea? No tanto, porque mis experiencias anteriores con plantas de todo tipo, nunca fueron satisfactorias. Llevar una flor, en el mes de mayo, mes dedicado a la virgen María, cuando era chiquito en el colegio, suponía una verdadera prueba y la llevaba bien envuelta en papel y lo más alejada de mí. Hay una película de cuando yo tendré tres o cuatro años, donde mi hermana Teté me corretea por el parque municipal de Barranco, amenazándome con un ramo de flores y riendo. Mi madre contaba, que de pequeñito, al pasearme en el coche por la avenida Pedro de Osma y pasar bajo los ficus, temblaba. Sí, yo temblaba. Pienso que si hay alguna otra vida, morí porque me aplastó un árbol o me hizo efecto la cicuta. Hoy, flores en la mesa, como adorno, arruinan cualquier comida para mí, aunque las verduras no estén presentes ni en la imaginación.
Ya crecido, en mi primera estancia larga en la clínica Americana, advertí a la nutricionista de mi peculiaridad. Tomó nota y un mal día se le ocurrió enviarme algo donde cierta verdura estaba arrebozada de tal modo que (para ella) pasaría desapercibida. Mi gusto la detectó de inmediato y la comida regresó con la gelatina consumida y el plato principal prácticamente intacto, con mis enérgicas protestas.
La vez siguiente en que fui a la misma clínica, la dietista, al visitarme, dijo: “¡Llegó nuestro problema!” y no recuerdo que tratara de hacerme pasar “gato por liebre” o siquiera ver alguna verdura flotando en la sopa.
Soy un pésimo ejemplo, pero siempre dije que tenía colmillos, para desgarrar la carne y que si comiera hierba solamente, tendría planos los dientes y muelas como las vacas. Siempre se han reído de mí por esto y muchas veces se han enojado conmigo: mueven la cabeza y me hablan de las virtudes de la verdura. No va conmigo. No me gustan las verduras, especialmente aquellas que son hojas. En general, no suelo comer nada verde, porque me recuerda a lo que para mí no es comida. La palta, si la como y me gusta. La como con un poco de sal, pimienta y aceite de oliva. Todavía recuerdo que a Alicia, cuando recién nos casamos, le regalé un libro ilustrado por Quino, que se llamaba “¡Viva la lata!”, con un capítulo que se llamaba “De la palta, considerada como lata”. ¿Ven? Alguien más piensa que la palta no es verdura, sin llegar a los extremos claro, de comer palta con azúcar, mermelada de fresas o saborear helados o “milk shakes” de palta…
Bien. De pronto mis cuatro infartos al corazón y tres ataques cerebrales, se han debido a mi no ingestión de verduras, no lo sé, pero a estas alturas, mis papilas gustativas creo que están lo suficientemente entrenadas, como para que detecten el sabor una lechuga que estuvo y fue sacada de un sándwich, porque yo no como verduras.
Debe estar conectado para enviar un comentario.