El español es la lengua común a los latinoamericanos (salvo Brasil) y españoles; bueno, el español como genérico, porque lo que se habla y escribe comúnmente se llama castellano (o sea, “de Castilla”) porque el euskara y el catalán no es que sean un puente diariamente transitado entre estas dos realidades continentales.
Y aquí en esta América Latina que es un patchwork de naciones, el idioma común (español/castellano) es algo así como una tranquera fronteriza que se manifiesta en las innumerables palabras que siendo iguales a la vista, difieren en su significado hasta llegar a ser lo opuesto según el país en donde estemos.
Nuestro “idioma común” –y reconozco que no soy historiador, experto en idiomas o filólogo, solamente un curioso escribidor- tiene tantas variantes que entre países latinoamericanos y España hay palabras que nada tendrían que envidiar si fuesen chino, porque en ambos lados (esos que los océanos Atlántico o Pacífico mojan), las caras de sorpresa ante el desconocimiento de algunas puede ser también de risa o enojo y no digamos nada porque en nuestra (o sea la de los de por aquí) América Latina la confusión puede transformar en una babel la conversación desavisada de ciudadanos de Argentina, Bolivia, (excluyo nuevamente a Brasil, donde se habla portugués), Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Puerto Rico, Perú, República Dominicana, Uruguay y Venezuela,
el desmadre es gigantesco porque los malentendidos y las “significaciones equívocas” van a estar a la orden del día.
Es que los localismos son tan locales que al cruzar la frontera, cualquiera que sea el país, cambian como para que mi padre en Chile (país limítrofe con Perú), durante una cena a la que estaban invitados él y mi madre con ocasión de terminar un ciclo de charlas sobre pavimentos que dictó en la Universidad, muy formales todos, se lanza a contar una anécdota y dice que dos señoras se habían puesto “pico a pico” sin imaginar que allí “pico” se le dice al pene. El silencio, me contaba, fue instantáneo y se podía cortar con una tijera, de lo espeso que era, hasta que su vecino de al lado en la mesa le dijo al oído el significado. El serio ingeniero que era mi padre, seguramente se puso color grana y por supuesto pidió las disculpas del caso, no solamente por lo vulgar del término que usó sino por haber demostrado un desconocimiento total de la anatomía humana…
Ahora que Internet hace sencillísimo que existan blogs como éste, donde se escribe de forma local, muy pocos piensan que llegan a una audiencia extendida en el mismo idioma (donde el traductor automático, con todos sus defectos, parece innecesario) y las variaciones en significados sin embargo, hacen a veces difícil la comprensión, las dificultades que esconde nuestra lengua común resultan infinitas.
La lengua que debería hermanarnos nos saca la ídem y demuestra que las cercanías pueden bien ser lejanías…
Imagen: hanklee.net
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