De la profundidad del espacio, en verdad desde diferentes, inconmensurables e inimaginables distancias que traducidas a nuestro pobres números se convierten o en una “ene” o agotan la provisión de ceros), llegan desde hace no se me ocurre cuánto tiempo, frecuencias que al parecer son señales o algo que se comporta como tales por su uniformidad y vamos a llamarlo, por tratar de definirlo, “ritmo”.
Es un hecho incontrovertible que no estamos solos en esta vastedad inmensa del Espacio (con mayúscula y respeto), donde lo que no podemos ver con los ojos ni con ayuda de potentes telescopios, debe ser infinitamente (“infinito” o sea que no tiene fin) mayor que lo que asombra al ser humano que mira al cielo de la noche – cuando lo oscuro produce la sensación de profundidad, asociada con esas lucecitas de variado tamaño y posición distinta, que llamamos estrellas – desde hace milenios, inspirando así miedo, poesía y curiosidad.
El ser humano tiende a sentirse el hueco del queque, el último huevo duro del picnic o la única Coca-Cola en el desierto; nos creemos los reyes de una Creación que demuestra desde hace siglos lo contrario porque lo que en realidad es nuestro planeta Tierra, es un granito de arena en esa inconmensurable playa donde las olas del tiempo llegan y no creo que mueran.
Nos venimos contando historias desde que el cerebro nos hizo seres humanos para explicar lo que resultaba inexplicable y aún hoy es un cubo “Rubik” con multiplicidad de posibilidades y muy difícil de alinear.
Tratamos de comprender lo que parece incomprensible y seguiremos empecinados, tercos, tratando, porque no creo que encontremos respuesta o por lo menos una sola que resulte real y valedera.
Las posibles señales que nos llegan de tanto en tanto, las huellas innegables que alberga nuestra Tierra y que descubrimos cada vez más seguido, reafirman que nuestra “soledad estelar” es un mito, mejor dicho una patraña inventada por alguien que tiene miedo a lo desconocido.
La teoría científicamente elaborada (para aquellos que gusten o necesiten de los cálculos matemáticos que evidencian una realidad que puede ser aterradora, pero es) sobre los miles de mundos habitados del Universo (repito, el humanamente visible) nos hace estar viviendo en un barrio grandazo, del que no conocemos prácticamente nada que esté de nuestra puerta para afuera…Nos tocan el timbre, dejan tarjetas sobre el felpudo de la entrada y lo hacen desde hace tantísimo tiempo –eones, me provoca escribir- sin obtener mayor respuesta (porque somos sordos y desconocemos lo que es una tarjeta de visita) que si no fuera por los ruidos que hacemos y las luces que encendemos por las noches, los vecinos podrían creer que nuestra casa está deshabitada.
Sí, hemos hecho intentos y continuamos haciéndolo para comunicarnos con “alguien” ahí afuera, pero parece o que no acertamos con el lenguaje o que este, el nuestro, es tan balbuciente y primitivo que no nos toman en cuenta; igual tal vez que si fuéramos hormigas y “la gente” no comprendiese lo que quisiéramos decir con el movimiento de nuestras antenas, que está probado, es como se comunican estos bichitos, que son sumamente inteligentes…
Imagen: abajocomoarriba.blogspot.com
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