DÍA DEL NIÑO


FOTO CARÁTULA EL PASADO

Es un libro abierto, escrito por alguien que es y ha sido querido, por un niño que confía en los adultos. Esa es la mejor de las infancias: el haber vivido confiando en los adultos

Abelardo Sánchez-León.

 

(Del colofón del libro “El pasado se avecina”, por Manolo Echegaray.  Pontificia Universidad Católica del Perú. Diciembre 2010).

 

Cito a mi amigo “Balo” Sánchez-León en el colofón que tan amable y “amigamente” escribió para el librito que la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la PUCP tuvo la gentileza de publicar van a hacer diez años ya; lo hago porque “Balo” acertó al decir que soy y he sido querido, porque eso es lo que hace que la vida sea llevadera: el cariño de los padres, la familia, los amigos –y en mi caso particular- el de los alumnos.

 

En este día, que ya está muy avanzado –es de noche en Perú- y en que se celebra el “Día del Niño”, quiero extraer de mi librito algo para compartir. Porque total, del niño son todos los días y hay muchos niños que trasnochan.

 

PERICO

 

Perico era chino, hijo de chinos y tenía una bodega  heredada de su padre,  a quien no conocí  y que había sido el Perico original. Su hijo era llamado cariñosamente Pericote (no por ser grandazo, sino por esa ternura que pone apodos a los que nos caen bien).

 

    Sin embargo, Pericote  siempre fue Perico para mis amigos y para mí. El “chino Perico” era –a pesar de tener a Piselli a una cuadra de casa- la bodega de confianza. Supongo que porque el trajinar diario de mi madre para ir a la parroquia, hacer sus compras de mercado y visitar a su amiga la señorita Lazo o a sus otras amigas las señoras Auza y Caravedo, la llevaban en esa dirección y no hacia Chorrillos. Entonces, cuando había que hacer una compra urgente o simplemente haraganear  tomando una gaseosa a la sombra, era Perico  a donde acudíamos  y no se nos ocurría nada diferente.

 

   Perico decidió casarse y trajo a María desde la China.  Sonriente, blanquísima, gordita y sin hablar palabra de castellano, María entró no solo en la vida de Perico, sino en las nuestras, atendiendo en la bodega y hablándonos en su incomprensible idioma. Tan incomprensible como los periódicos que su marido leía sobre el mostrador, con el cigarrillo sin filtro colgándole de la boca: “fumar como un chino” alcanzaba con Perico su verdadera expresión. Recuerdo el olor del tabaco negro de sus “Inca”  de cajetilla amarilla, azul y blanca (sí, los mismos colores que tiene Inca Kola).

 

   María aprendió el castellano, manejó la bodega y le dio el toque femenino que hizo que Perico dejara de arrastrar sus sempiternas zapatillas de levantarse y ofreciera un surtido más amplio de dulces, camotillo, maní confitado y esas delicias que hoy los padres suelen prohibir a los niños.

 

   María salió encinta y era hermoso verla, más gordita y sonriente siempre, con sus ojos chinos y tejiendo la ropa del futuro Periquito. Porque su hijo fue Periquito para nosotros. Si acelero la máquina del tiempo y llegamos a muchos años después, Periquito resultó ser todo un Pericazo, porque era muy alto y fornido. La familia creció y si no me equivoco  nació algo después un hijo más. Ya María usaba anteojos  para leer, diferentes a los redondos con los que Perico descifraba su periódico, el que para un chico como yo contenía verdaderos jeroglíficos. Las canas aparecieron pero la bondad  de quienes siempre consideré mis amigos venidos de ultramar se mantuvo y creció con la familiaridad que solo el paso del tiempo permite. María y Perico me fiaban pequeñeces  e incluso me prestaron de vez en cuando algunas monedas, cosa que siempre hizo que los sintiera mis cómplices.

 

    María y Perico: no sé qué será de ellos. Nunca supe su apellido pero recuerdo siempre  que en su puerta, un día al año, ondeaba la bandera de China Nacionalista. Ahora me da tristeza no haber conversado más con ellos, siento que cuando paso por la esquina donde estuvo la bodega de Perico me entra nostalgia  y quisiera que fuera verano, que “tocara playa”, para al regreso pasar por allí  y disfrutar de un camotillo casero y de una Pasteurina bien helada.

 

Imagen: Alicia María, mi hija, a los dos años, foto que está en la carátula de “El Pasado se Avecina”.   

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LA NIÑA ROSADA DE LA CASA AZUL.


tete-ayacucho-263-1951

Hoy que es 12 de noviembre, mi hermana Teté cumple años. Publico este artículo que forma parte del librito “El pasado se avecina” y lo hago, rompiendo una costumbre pocas veces alterada por mí, de no escribir ni publicar fines de semana. Pero hoy es un día especial y quiero, necesito, compartir esto.

 La fotografía en blanco y negro que ilustra el post, es de 1951 o antes. Ya la casa no era azul y estaba pintada de un color blanco cremoso…

 ¡Gracias por todo hermana! ¡Gracias Teté!

Manolo.

 

 

LA NIÑA ROSADA DE LA CASA AZUL.

 Ayacucho 263, nuestra casa en Barranco, donde viví desde 1947 hasta 1963 fue alquilada por mi padre a la señora René Pazos de Letona un poco antes de nacer yo.

 

Esta casa existe aún pero por lo que sé ha sido reformada y por supuesto, ha cambiado de color. Sólo queda el azul añil original en una pared de madera que está dividiendo la propiedad con una casa de al lado y que se puede ver desde  la zona de la Ermita.

Si uno se para de espaldas a la iglesia, mirando hacia el Puente de los Suspiros, se verá la casa, con sus dos terrazas, el mirador y el alto pozo de agua, refugio de gallinazos invernales y allí una solitaria pared azul añil que está a la derecha.

 

En esa casa, sobre unas letras que la nombran como “Villa Teresa”, hay dos ventanas que eran las del cuarto de mi hermana…Teresa.

 

Allí se asomaba ella y a decir de un amigo, el doctor Carlos Bambarén, hasta la calle Ayacucho venían desde Miraflores, para ver a “la niña rosada de la casa azul”, los amigos de mi hermana. Cuando Carlos me narró esto y me habló de la famosa Teté Echegaray, muchos años después de los sucesos, yo no tenía idea de que la hubiera conocido; ni tampoco que ella hubiera sido una de esas bellezas que a cierta edad uno se dedica a contemplar.

 

Hoy mi hermana que vive en Arequipa desde que se casó en 1952 y que ya tiene un biznieto, sigue igual de activa y bonita.

 

Los años no han hecho mayor mella en su carácter divertido, contestatario y socarrón. Es cierto que las enfermedades no han sido ajenas a su realidad – una encefalitis milagrosamente curada por ejemplo- pero todo lo sobrelleva con ése aire que hace que uno se pregunte cuál será su secreto.

 

Teté ha sido siempre una especie de mamá para mí. Cuando nací, ella estaba en cuarto o quinto de media y yo resultaba ser una especie de juguete animado. Me llevaba a la playa, me mostraba a sus amigos y era el engreído, hasta que se casó y heredé su cuarto en la casa;  ella se fue a vivir a Arequipa, con Jorge Ballón, mi cuñado, hombre maravilloso cuya muerte hace unos años la dejó prácticamente sola en su casa de “El Bosque” en la subida a Cayma.

 

Hablamos por teléfono semanalmente, porque yo ya no puedo volver a Arequipa, después del último infarto que me dio  precisamente allí, cuando la visitaba en octubre del 2008. Reconozco su estado de ánimo por el tono de la voz y a veces quisiera estar sentado en su sala para conversar largo y escuchar las historias que a veces sé y otras veces oigo por primera vez. El tiempo pasa, Panchín nuestro hermano intermedio ha muerto y poco a poco vamos cerrando el libro de la vida. Tal vez por eso escribo estas historias antes que los recuerdos se borren y queden las fotografías sin leyenda.

 

 

 

CDU


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Nuestro fútbol era bastante malo y entre todos no lográbamos armar un equipo, por eso el Unión Deportivo Barranco se transformó en el Club Deportivo Unión sin variar de sede, que era el garaje de mi casa. Nuestro flamante club no solo heredó el local, sino, las portadas de “El Gráfico” puestas como afiches y las revistas. Estantes hechos de cajones de dinamita pintados de un crema blanquecino, revistas “Pingüino” (que en la época eran una especie de “Playboy” recatadísimo), algunas novelas policiales de la colección “Rastros”, algo de Mr. Reeder, que todavía conservo, los banderines-uno muy divertido que tenía a un borrachito abrazado de un poste y una leyenda que decía: “Dios vela por sus borrachos”-, un par de ceniceros y dos llantas usadas de auto que servían de incómodo asiento, que algún alma caritativa rellenó con cojines viejos y por supuesto, uniformes de fútbol desteñidos por sudor y lavadas, así como unas insignias verdes de paño, que tenían la forma del escudo del Perú, con letras blancas y broches para colocar en las camisetas.

A ello le sumamos  nuestros “Penecas”, los infaltables “chistes” algunas revistas mexicanas de “Hermelinda Linda” y “El Monje Loco” además de chucherías de seguro inservibles que cada uno aportó.

El local (garaje sin auto) tenía techo a dos aguas de calamina y una gran puerta de madera que se abría por partes para dar acceso desde la calle. Adentro y detrás, una pequeña puerta conectaba con la entrada posterior de la casa y tenía un escalón para subir antes de entrar (o bajar al salir, según fuera el caso), dejando un espacio entre ambas donde se colocaba el tacho de basura bajo una ventanita con reja de madera. Un foco de luz de no muchos watts  alumbraba la oscuridad cuando alguna de la hojas de la puerta principal no estaba abierta (peligroso, porque era un acceso fácil y podían llevarse “nuestras cosas”) y tampoco lo estaba la puerta trasera que era nuestra entrada oficial.

Los sábados por la tarde nos reuníamos, conversábamos, debatíamos y fanfarroneábamos. Era el lugar donde nadie más que nosotros podía entrar. Donde barríamos las cucarachas que entraban por debajo de la puerta para morir de inanición adentro y plumereábamos el polvo para espantar arañas.

Allí, de las vigas de madera que sostenían el techo, colgaban nuestros banderines. En los estantes de madera, junto con las revistas y libros guardábamos el par de trofeos que habíamos conseguido nosotros y los más numerosos de nuestro antecesor, el UDB. Una vez al mes “sesionábamos” y tiempo después el P. Gonzales Quevedo, profesor  del colegio, que era nuestro “asesor” desarrolló un “Libro de Actas” que era un libro horizontal de contabilidad, con tapas duras en el que asentaba los acuerdos, empezando siempre con una cruz y la fecha, escrito todo con una pluma fuente de tinta azul (la misma con que corregía nuestros exámenes escolares).

Alguna vez, luego de unos Ejercicios Espirituales o de una charla de mi padre, decidimos con Lucho hacer una pira e incinerar los “pecaminosos Pingüinos”. No se nos ocurrió mejor idea que hacerlo en la “terraza de abajo” de la casa-sobre las losetas- y con alcohol como combustible. Se quemaron y la terraza y el comedor que daba a ella se llenaron de cenizas, que para la hora del almuerzo ya revoloteaban por toda la casa. No quiero acordarme de la filípica, pero ahora sí sé que quemamos un pedazo de la historia y nuestra vida ya no fue la misma.

Hay muchas historias alrededor del Club, porque la infancia y la adolescencia primera, mientras suceden, parecen eternas y cuando se miran en retrospectiva duran lo que una corta cerrada de ojos.

(Del libro “El pasado se avecina” por Manuel Echegaray.)

 

 

PEQUEÑO DESCANSO


 

Hasta el próximo jueves.

Una semana de descanso para que leer no sea aburrido.

¡Hasta entonces!descanso

PERICO


Perico era chino, hijo de chinos y tenía una bodega heredada de su padre, a quien no conocí y que había sido el Perico original. Su hijo era cariñosamente llamado Pericote (no por grandazo, sino por esa ternura que pone apodos a los que nos caen bien).

Sin embargo Pericote siempre fue Perico para mis amigos y para mí. El “chino Perico” era –a pesar de tener a Piselli a una cuadra de la casa- la bodega de confianza. Supongo que porque el trajinar diario de mi madre para ir a la parroquia, hacer sus compras de mercado y visitar a su amiga la señorita Lazo o a sus otras amigas las señoras Auza y Caravedo, la llevaban en esa dirección y no hacia Chorrillos. Entonces, cuando había que hacer  una compra urgente o simplemente haraganear tomando una gaseosa a la sombra, era Perico a donde acudíamos y no se nos ocurría algo diferente.

Perico decidió casarse y trajo a María desde la China. Sonriente, blanquísima, gordita y sin hablar palabra de castellano, María entró no solo en la vida de Perico, sino en las nuestras, atendiendo en la bodega y hablándonos en su incomprensible idioma. Tan incomprensible como los periódicos que su marido leía sobre el mostrador, con el cigarrillo sin filtro colgándole de la boca: “fumar como un chino” alcanzaba con Perico su verdadera dimensión. Recuerdo aún el olor del tabaco negro de sus “Inca” de cajetilla amarilla, azul y blanca (sí, los mismos colores que tiene Inca Kola).

María aprendió el castellano, manejando la bodega y le dio el toque femenino que hizo que Perico dejara de arrastrar sus sempiternas zapatillas de levantarse y ofreciera un surtido más amplio  de dulces, camotillos, maní confitado y esas delicias que hoy los padres suelen prohibir a los niños.

María salió encinta y era hermoso verla, más gordita, sonriente siempre con sus ojos chinos y tejiendo la ropa del futuro Periquito. Porque su hijo fue Periquito para nosotros.

Si acelero la máquina del tiempo y llegamos a muchos años después, Periquito resultó ser todo un Pericazo, porque era muy alto y fornido. La familia creció y si no me equivoco nació algo después un hijo más. Ya María usaba anteojos para leer, diferentes a los redondos con los que Perico descifraba su periódico, el que era para un chico como yo contenía verdaderos jeroglíficos. Las canas aparecieron, pero la bondad de quienes siempre consideré mis amigos venidos de ultramar se mantuvo y creció con la familiaridad que solo el paso del tiempo permite. María y Perico me fiaban pequeñeces e incluso me prestaron de vez en cuando algunas monedas, cosa que siempre hizo que los sintiera mis cómplices.

María y Perico: no sé qué será de ellos. Nunca supe su apellido pero recuerdo que siempre en su puerta, un día al año, ondeaba la bandera de China Nacionalista. Ahora me da tristeza no haber conversado más con ellos, siento que cuando paso por la esquina donde estuvo la bodega de Perico me entra la nostalgia y quisiera que fuera verano, que “tocara playa” para al regreso pasar por allí y disfrutar de un camotillo casero y de una Pasteurina bien helada.

 

(Originalmente en mi libro “El pasado se avecina. Historias del Barranco”, publicado por la PUCP en diciembre del 2010).