¡GRACIAS YOUTUBE!
Categoría: Cine
CINE, CHOCOLATES, CARAMELOS…
El chocolatero era una verdadera institución cuando íbamos al cine “Zenith” (sí, con “h”) de Barranco que tenía platea, lateral y cazuela; no recuerdo ahora si la entrada a platea era más cara o de menor precio que las de las dos laterales y sí que la cazuela era el recurso cuando estábamos “misios” y por nada queríamos perdernos la película que anunciaban: matinée y vermouth eran horarios apropiados para nosotros porque en la función de noche no se veía un solo chico…
No es que a la entrada no hubiera un mostradorcito-vitrina donde se exhibían chocolates, caramelos y no mucho más para acompañar la función, pero en el “Zenith” había un chocolatero…
El chocolatero llevaba colgada del cuello una caja-bandeja con tapa de vidrio que dejaba ver la variedad de dulces, que se levantaba para acceder a ellos, previa elección y por supuesto, pago de la golosina escogida.
Allí estaban las tabletas de chocolates “finos” con etiqueta azul o roja según fueran con pasas o de “pura leche”; no podían faltar los “Triángulos”, barra larga “de pura leche” por supuesto triangular, con etiqueta roja y letras doradas o el humilde “Sublime” de leche con maní, en su envoltura baratona con letras azules; también había “toffees” (caramelos blandos), bolsitas de “Perdigones” que eran bolitas de chocolate mezclado con algo que podía ser trozos minúsculos de nuez y caramelo… ¡deliciosos! O si no, “Nougatines”, que eran pasas de uva negra bañadas en chocolate un poquito amargo (“semi bitter”, digamos) y que hacían que nos sintiéramos “suertudos” si nos tocaba un “Nougatin” de dos pasitas juntas.
Todo esto era de la marca D’Onofrio, que en el Perú significaba chocolates y en el verano… ¡helados!, que se vendían por las calles en carretillas amarillas, en verdad cajas refrigeradas que abrirse dejaban escapar “humito frío” y eran anunciadas con una corneta de sonido característico, que el heladero, de saco blanco y kepí, soplaba; las carretillas podían ser manuales -para empujar- o triciclos que avanzaban haciendo sonar su reclamo veraniego…
A veces el chocolatero del cine (también con kepí) por iniciativa propia tenía “Salvavidas” (caramelos en forma de salvavidas precisamente), que venían en un paquete larguito y varios sabores; “Vrovi”, toffees delgaditos, todos unidos en una especie de bollito dentro de una envoltura de papel tipo periódico con una etiquetita roja que cerraba el paquete de forma piramidal.
Chicles no se vendían porque los asistentes (antiguas experiencias lo decían) podían pegar los chicles mascados (y ya sin ningún sabor) en la parte de abajo del asiento de las butacas. Si había suerte, tenía, y había plata para derrochar, podía aparecer un “Rolo” que era importado, de la marca inglesa MacIntosh, creo: chocolate relleno con cremoso toffee, que venía con cada pastilla separada pero unida una tras otra en forma de tubo cuya envoltura era de papel con platina dorada y la cubierta exterior marrón “chocolate-oscuro” con letras rojas de borde dorado…
Éramos muy chicos y en esa época se podía fumar en los cines, entonces el chocolatero también ofrecía, pero “caleta” cigarrillos y los vendía… ¡impensable entonces! por unidad; claro, a nosotros no, pero de vez en cuando en la sala oscurecida con Tarzán, “el rey de los monos” en el ecran brillante, la lucecita instantánea de un fósforo que se encendía para hacerlo luego con un cigarrillo delataba la posición del chocolatero o identificaba a un fumador; el chocolatero vendía “Inca” que eran negros sin filtro –muy baratos- y para los que podían pagar más, los rubios nacionales “Country Club” o rubios importados “Chesterfield” y si no me equivoco, todos eran sin filtro, el que vino después en los rubios importados “Kent” y “Salem”, este último, mentolado.
No recuerdo cuándo se prohibió fumar en los cines y quien quería hacerlo debía salir al foyer, que en el caso del “Zenith” era la entradita nomás, donde estaba la taquilla, el mostradorcito –vitrina con los dulces y afiches, promocionando las películas, en las paredes. En la pantalla, después del noticiero “UFA” y los “avances” de futuras películas, antes del film, se proyectaba un slide de vidrio pintado a mano que decía: “SE PROHIBE FUMAR EN LA SALA POR ORDEN MUNICIPAL. SI ALGUIEN LO HICIERA, SE SUSPENDERÁ LA FUNCIÓN. LA ADMINISTRACIÓN”; por supuesto los fumadores no le hacían ningún caso y de pronto lo que sucedía es que no sabían leer… Nunca se suspendió ninguna función de las que yo asistí y eso que el humo se veía si uno se fijaba en el haz de luz que iba del proyector al ecran.
Claro que en Barranco también estaban el “Cine Teatro Barranco” más “ficho”, donde había funciones matinales los domingos, el cine “Balta”, que tenía bancas de iglesia como asiento en la cazuela, el cine “Raymondi” y el “Paramount” que ponía seriales los domingos por la mañana y que después se modernizó totalmente, convirtiéndose en un sesentero cine “Premier”, con fachada de mármol gris.
Netflix puede estar destronando a los cines, pero nunca será igual la ceremonia cinemera con cola para entrar, chocolatero (el popcorn es un advenedizo que creo empezó en el cine “Roma”, bien lejos de Barranco), un olor que era mezcla de tabaco, “Kreso” líquido para desinfectar el baño y ese olor de los sueños que en blanco y negro o a colores después, poblaron nuestras tardes ociosas (en las vacaciones, por supuesto), que un sillón o la cama en casa, frente al televisor.
Imagen: http://www.youtube.com
BEAU GESTE
Siempre algo lo marca a uno.
Una película, en blanco y negro, vista en el paraninfo del colegio, un sábado “de cine” por la tarde, fue para mí esa marca en la infancia.
“Beau Geste” que sería un clásico del cine, filmada en escueto blanco y negro, produjo el efecto de un bombazo en este lector apasionado de Verne y Salgari que era yo.
Chico, estaba acostumbrado a las matinées del cine Balta, el Zenith, el Raimondi, el Barranco y el viejo cine Paramount que luego se transformó en un moderno Premier. Allí las aventuras eran en el viejo oeste americano, con pistolas, comanches, navajos y bandidos. Allí el “joven” siempre era el salvador de la “chica” y cabalgaba lento hacia el ocaso.
“Beau Geste” me llevó a un desierto distinto al de Arizona; más lejos, en el África, para mostrarme por primera vez y ante mi asombro a una Legión Extranjera francesa, la de quepís redondos con una tela que colgaba protegiendo cuello y nuca. Los uniformes que usaban se me antojaban incómodos para un clima a todas luces inclemente y caluroso. ¡África, el desierto, un fuerte perdido entre la arena, heroísmo, fusiles y centinelas que parecían vivos, pero que estaban muertos! Un mundo diferente al continente negro que pintaban los libros: en vez de árboles y selvas, una extensión vacía, donde esperaban escondidas la aventura, el honor, la camaradería y eso que las películas de hoy casi no traen: compañerismo.
“Beau Geste” más que una historia fue para mí una revelación; Gary Cooper un héroe y el brutal sargento Markoff (¿ruso tal vez?) la encarnación de la vileza y el mal.
Es difícil describir las sensaciones y “Beau Geste” fue una de ellas: la que más importó por mucho tiempo. La que marcó una infancia curiosa, muy curiosa, que jugaba soñando y que soñó con juegos de abordajes, de fuertes olvidados, de casas derruidas, de arenas calcinadas por soles implacables, de mares que en tormenta eran siempre mortales…
Después de la película, vino la vida que me distrajo con su día a día; sin embargo el recuerdo quedó grabado a fuego en mi memoria como una sensación indescriptible.
AMARCORD
“Me acuerdo”, la maravillosa película de ése título de Federico Fellini, se pasea por una infancia llena de anécdotas y personajes, con ese aire de sueño que nos hace conectar inmediatamente con nuestra propia experiencia.
La he visto muchas veces y siempre encontré algo nuevo y después mi buceo en los pasados propios era más rico y volvía con uno o más hallazgos, que eran verdaderos trofeos.
Hoy, como siempre, me siento y hago funcionar la máquina de la mente y AMARCORD me trae a la “Gradisca”, al Gran Hotel, a la tabaquería y al hombre que subido a un árbol gritaba, a la monja enana, al tío ocioso y vividor que usaba redecilla para cuidarse el pelo, a la espera y ver pasar al trasatlántico como una aparición luminosa, al vuelo mágico del diente de león en el aire… Todo me trae con potencia unos recuerdos que si bien son ajenos, hallan puntos comunes con los míos.
La época es otra y Barranco no es la Rímini de Fellini, sin embargo AMARCORD guardará para mí siempre el encanto de las cosas que se desvanecieron pero que siguen vivas y a la espera detrás de una puerta o de alguna ventana, o escondidas en algún recoveco de otro tiempo.
PEQUEÑO DESCANSO
LA DIABETES NO ES UN BICHO
Hace años una película argentina titulada “La cigarra no es un bicho”, divertía desde las pantallas de cine, contando las “aventuras” que ocurrían en un motel llamado “La Cigarra”. Habría que advertirle a la presidenta de ese país que la diabetes no es unimalito ni una “enfermedad de ricos” como hace una semana dijo.
Es que cuando un discurso populista sigue los cauces desatados del verbo, se dice cualquier cosa. Y a veces, “cualquier cosa” es un error al que se suma un tufo de desprecio. Está bien que a Cristina Fernández no le gusten los ricos, pero no tiene que marcarlos con una enfermedad y tampoco decir que de pronto si se es pobre no se tiene diabetes. ¿Un error? ¡Por supuesto y afrentoso por donde se le mire! No puede ser que alguien con carrera, recorrido político y dos dedos de frente diga algo así.
Es que en la vorágine de las palabras se dice lo indecible.
Se quejan los diabéticos pobres porque ven a su mal “elitizado” y de seguro los ricos deberían quejarse pues las declaraciones los ponen como grupo de riesgo. Los pobres-pobres no tienen de qué quejarse según eso, porque basta con serlo para que la diabetes no los mire.
Tal vez en otros sitios es distinto, pero yo no soy argentino, no soy rico y tengo diabetes. Y la diabetes que nunca discrimina, si no se trata… ¡Mata!
Debe estar conectado para enviar un comentario.