EL REY DE LAS ISLAS


Había dejado el barco mal acoderado.

Total, su condición real lo permitía y además, luego de vagar una semana entera recorriendo sus reinos y propiedades, se sentía francamente cansado

Cansado, pero con un extraño regocijo interno que le hacía sonreír…

¡Una semana! Tardes enteras para conversar con las gaviotas y mojarse en la brisa húmeda del mar…

Las islas… ¡Sus islas!

Maravillosas, llenas de gente amable que le esperaba, siempre con regalos y manjares exquisitos.

Él era el Rey y sus súbditos -¡cómo le sonaba a música esa palabra! – eran alegres, atentos a sus menores deseos, movían sus delantales blancos ondulando el cuerpo y lo coronaban con flores  perfumadas.

Había sido una semana completa y ahora tenía que volver a la rutina, al incógnito. Su último acto de poder había sido dejar mal acoderado el barco que siempre se empeñaba en pilotear él mismo. Claro, le llamaba “el barco”, cuando en realidad, lo sabía íntimamente, no era sino una lancha grande y un poco vieja. Había dejado el barco casi en la punta del muelle, adrede.

Caminó los pasos que lo separaban del edificio blanco y entrando al ascensor, pulsó el cuarto botón. Se quitó maquinalmente la gorra marinera y palpó el llavero en el bolsillo de la chaqueta…

María estaba leyendo en la habitación de la entrada. Era, cómo no, una fotonovela.

-“¿Ya llegaste? Vamos a ver cuánto duras hasta tu próximo ataque… ¡Esta vez te dieron de alta bien rápido! ¿O te les escapaste?”… Haciendo un gesto de desaliento, se levantó y dándole la espalda le proyectó las nalgas inmensas, floreadas, horrorosas.

“¡Puta! Así no se le habla al Rey de las Islas”, pensó.

Abajo, en la esquina, un policía acababa de ponerle una papeleta de multa al viejo Chevrolet mal estacionado.

El texto de miércoles: «MAR»


El verano se presentaba caluroso.

Desde su ventana, ella miraba cómo la gran serpiente multicolor se movía, lentamente, por la calle estrecha hacia el mar, haciendo sonar las bocinas. A veces, un automóvil, echando nubes de vapor, se detenía y por un tiempo se detenía todo. Luego la serpiente, recompuesta, se volvía a mover hacia su líquido destino…

Era su verano número treinta.

Desde hacía más de veintitrés miraba a la gente ir a la playa, en sus autos que formaban la serpiente multicolor, desde su ventana, sentada en la silla de ruedas. Esto no hace la felicidad de nadie, pero termina por volverse una costumbre y se sueña…

Y ella soñaba con el mar. Con playas interminables, llenas de niños que mojaban sus pies en el agua transparente para luego perseguir a las gaviotas huidizas.

Soñaba con una ropa de baño roja.

“Caminará”, dijo el importante especialista. “La operamos dentro de tres días y con mucho ejercicio, podrá caminar…”. Después de tantos años, consultas y movidas negativas de cabeza, la esperanza brilló en sus ojos cansados…

La operaron tres días después.

Pasó un mes largo y dio unos pasos. Poco a poco, bajo la mirada incrédula de su madre, se fue recuperando.

Entonces, pidió que la llevaran al mar. El médico había recomendado baños de mar, “Por eso del yodo y lo tonificante que es…”.

Fueron al día siguiente y ella tenía puesta  la ropa de baño roja con la que había soñado desde siempre…

Entró al agua con su hermana y dejó que la alegría la invadiera…

De pronto no sintió las piernas. Fue un instante. Luego siguió caminando. Soltó su mano y una ola convirtió al traje de baño en una mancha roja que se perdió en el horizonte.

UNA DE AQUELLAS VIEJAS ESCALERAS…


La escalera llevaba a ninguna parte.

Sus dos tramos terminaban contra una pared de adobes, donde las avispas, en verano, construían sus casas con barro fresco.

Allí, sobre los escalones astillados, que fueron verdes (como de hotel), sin importar la tierra o las cáscaras secas, los enamorados enhebraban tarde tras tarde y algún viejo desempleado dormitaba, evitando el fuerte sol del mediodía.

La escalera era refugio de gatos nocturnos y casi siempre, los chicos de la cuadra decían oír al fantasma, cuando se aventuraban a pasar cerca, después de las nueve.

Sin embargo, la realidad era otra.

Una vieja casa, un “rancho”, había tenido asiento y señorío en el lugar. Fue una de las primeras construcciones. Toda de adobe y madera, con galerías que daban al jardín y las paredes empapeladas. La escalera llevaba al mirador.

Las señoritas Gutiérrez llamaban “el mirador” a una especie de pequeña atalaya que no dominaba nada del paisaje, porque justo al frente tenía un eucalipto lleno de nidos y cantos mañaneros.

Desde que murió el coronel, su padre, las dos hermanas vivían solas. El coronel había sido héroe de la guerra, pensionista del estado y botánico por afición. El jardín del rancho florecía en injertos asombrosos y extraños.

A las señoritas Gutiérrez les quedaba un baúl lleno de libros, los cubiertos de plata, una espada y el uniformede gala. La pensión siempre se demoraba en alguna oficina del ministerio.

Las señoritas Gutiérrez tenían cincuenta y siete y sesenta años. Iban a misa diariamente y sus demás salidas se reducían a compras de hilo y alguna tela en el bazar cercano.

Un día entró en la vida de las señoritas Gutiérrez alguien extraño. Se llamaba Juan y ponía inyecciones. A Elena, la menor, la venía fastidiando el pecho desde hacía algún tiempo.

Juan la enamoró en el jardín, debajo de los injertos del coronel.

Desde ese día, Elena tuvo dificultades respiratorias y decidió irse a Chosica. Juan desapareció también.

Elvira no dijo nada. Había notado un brillo raro en los ojos de su hermana.

Cuando Elena murió, Elvira fue al cementerio. No volvió a salir de la casa.

Las piernas se le hincharon y ya no pudo subir al mirador, para hacerse la ilusión de que veía el mar, barranco abajo.

Elvira Gutiérrez, soltera, sintió se moría. Besó el retrato del coronel y murió suavemente, de la misma manera callada en que vivió. Nadie se percató de ello.

Pedro y Roberto decidieron entrar en la casa vieja para tirarse algo. Parecía deshabitada y sus indagaciones habían dado resultados negativos. Hasta la piedra con la que rompieron la ventana quedó sin respuesta de los habitantes. Esa noche, por la ventana del comedor se metieron.

Estaba a oscuras y había un olor raro. El haz de luz de la linterna prolongaba las sombras de los muebles.

Al entrar al dormitorio se asustaron con el cadáver de Elvira. Olía mal. “Cuánto tiempo llevará muerta la vieja”.

Algo no les dejó llevarse sino los cubiertos de plata. No iban a entrar por gusto, pues.

Llamaron a la comisaría y dijeron que había un muerto en tal calle, número tal. Colgaron de inmediato, porque en una película habían visto como la policía ubicaba las llamadas por teléfono.

Ellos eran muy cucos y no los chapaba nadie.

El concejo decidió demoler la casa para hacer un parquecito. Al alcalde le gustó la escalera y pidió que después de demoler la casa, se la llevaran a su fundo. Le iba a dar mucha vista esa escalerita antigua.

El alcalde cesó y la escalera quedó donde estaba. Un expediente impidió su destrucción, nadie supo nunca por qué. Seguramente para que los gatos nocturnos tuvieran un refugio o los enamorados un lugar donde besarse. O quizá para que algún viejo desempleado pudiera dormitar, cuidándose del sol de las doce.

Cuento publicado en el diario “CORREO” el 8  de octubre, 1972.

El texto de miércoles/»THE WAY OF THE DODO»


Es un dicho inglés (“Anda por el camino del Dodo”, en mi pobre traducción) del que me enteré, no por un gran conocimiento del idioma de Shakespeare, sino por algo más sencillo, como es pulsar una tecla de la PC y poder ver, gracias a Youtube, un programa de Raquel de la Morena (“La leyenda negra del pájaro Dodo”)…

Dicho el origen, que recomiendo con entusiasmo (https://www.youtube.com/watch?v=MbbznwppL1c&t=762s), vamos a algo que,  además de los esqueletos del par de pájaros Dodo que existen, es que el dicho que titula este pequeño artículo, es mencionado como el camino (la extinción) de algo como las máquinas de escribir o los diskettes para computadora…

Y es que, como muchos de ustedes, yo fui usuario y testigo de la extinción -o desaparición- de estos dos elementos, además, seguramente, de muchos otros que de pronto ya no existen, “viven” en el recuerdo u olvidados en algún museo…

Por supuesto que el pájaro Dodo es solo un ejemplo diminuto, si tenemos en cuenta la inmensa cantidad de animales y plantas extinguidas y quizá, por qué no, seres de alguna especie pre o subhumana…

Es que somos testigos de la manera cómo la tecnología nos va dejando atrás y si no nos mantenemos “al día”, estaremos condenados si no a extinguirnos de inmediato, sí a volvernos obsoletos, tal vez inútiles funcionales que se convierten en “mirones”, que ven pasar la vida y no pueden en realidad vivir…

Estar lo más posible actualizados, nos permitirá desarrollarnos y participar. De otro modo, todo irá quedando atrás y perderemos la carrera. Como el pájaro Dodo.

SOBREBOTÓN


EL TEXTO DE MIÉRCOLES

Nunca supo de dónde le venía el apodo, pero por lo que podía recordar, la primera vez que lo oyó era cuando corría tras una pelota, rumbo al arco, para meter un gol, en el patio del colegio:”¡Dale, sobrebotón!”…

Nunca se preocupó por averiguar qué significaba, porque pensó que se lo habían dicho por ser bajo y más bien gordito, pero rapidísimo tras la pelota…

Es que a los once años uno no se preocupa por averiguar cosas como esa, aunque en realidad era una palabra inventada, fruto del entusiasmo colegial-deportivo de un compañero…

“Sobrebotón” fue “Sobrebotón” desde entonces a lo largo de su vida escolar, pero creció y se convirtió en un flacuchento de tamaño mediano, por lo cual lo de bajo y gordito ya no tenía significación alguna para el apodo, pero a “Sobrebotón”, que tenía por nombre Carlos, nunca sus compañeros lo llamaron así…

El apodo quedó olvidado en el archivo de su memoria, hasta que un par de años después de haber terminado la escuela, yendo ya a la universidad, se encontró con un amigo del colegio que abrió los brazos diciendo entre fuerte, sorprendido y alegre: “¡Sobrebotón…! ¡Qué gustavo de Bécquer…!”; al llegar a su casa, Carlos fue hasta su PC y buscó en Google: sobrebotón, para así saber qué significaba su viejo apodo, pero el resultado le dio “sobre botón” como palabras separadas y nada con las dos juntas; lo que leyó es que era un sobre para documentos, o algo así…

¡Su apodo no existía!

San Google, el santo del saber infalible, no registraba la palabra; apagó la computadora, porque había quedado con su amigo recién encontrado, en ir, como antes, a comerse una hamburguesa en el McDonald’s que quedaba en la avenida…

EL TEXTO DE MIÉRCOLES


Perdón si interpretan el titular como si lo escrito fuese molesto, denigratorio o irritante…

Es solamente que hoy es miércoles, el día de la semana y no otra cosa…

A partir de hoy, todos los miércoles, les haré llegar algo de lo que escribo y me disculparán que no lo haga como antes, pero, como se habrán dado cuenta, he ido reduciendo en número y la periodicidad de los que llamaba “El texto de hoy” y en algunos casos he sido francamente irregular…

¿Por qué lo hago…?

En primer lugar, por agradecimiento a ustedes, quienes me leen, muchas veces se dan el trabajo de comentar y quiero que de hoy en adelante, cada “Texto de miércoles” tenga un poco más de tiempo para pensarlo, reflexionar un poco y que ni suene a qué escribo por escribir, para “llenar” un compromiso tácito con ustedes y conmigo mismo…

Siempre he comentado que desde que empecé a usar una máquina de escribir, la “Hermes” Baby, portátil y de color gris que era de mi padre y yo tendría unos ocho años, lo que empezó como una curiosidad y un juego, se  convirtió en una, llamémosle así, “habilidad” e incido en las comillas, porque siempre escribí usando únicamente el dedo índice de la mano derecha para las letras y el índice izquierdo para, cuando se necesite, oprimir la tecla que produce mayúsculas. Nunca lo he hecho de otra manera y -una anécdota que he contado varias veces- cuando trabajaba en McCann Erickson, la agencia de publicidad, allá por el año 1969, el gerente al verme escribiendo con un dedo, me ofreció un curso de mecanografía para que usara los diez, cosa que agradecí y a la que me negué, diciéndole, además, que tal vez el otro redactor, que empezaba, lo necesitara…

Segí escribiendo con un dedo y hoy siga haciéndolo. El índice derecho es el que llamo “mi dedo creativo” y en el fondo, además de hacerlo por costumbre y tratando de darle una explicación, es que, al no escribir velozmente, puedo pensar y esa “ralentización” me ayuda…

El usar la computadora no cambió mi hábito y no por ser un escribiente “unidedo”, me siento menos. Pero creo también, que es mejor menos que más y que mucho no significa bueno… Aunque un poco tarde, al irme dando cuenta, decidí que es mejor uno malo, que seis o tres peores…

¡Gracias siempre por leer…! 

¿Les confieso algo…? Escribir hace que me mantenga vivo y escribo para que quien quiera, lo lea…

ooOOoo

¿Dónde están las canciones…?

¿Esas que sabíamos de memoria, las que reconocíamos a los primeros compases, escuchábamos en la radio, en los discos LP de 33rpm, o en los pequeños de 45…?

¿Las que tarareábamos y que cuando nos traicionaba la memoria, olvidando la letra, inventábamos de la mejor e intuitiva manera…?

¿Dónde fueron esas canciones que acompañaron nuestra adolescencia y primera juventud, destilando veranos asoleados y calentando inviernos de llovizna suave…?

¿Esas que llenaban el aire y salían por la ventana abierta para volar sobre el pequeño jardín, enamorar a las flores y a las plantas, perdiéndose después en la calle que tenía debajo la música del mar.…?

Quedan en la memoria las canciones y cuando por casualidad las volvemos a escuchar, la vida se vierte sobre uno y los recuerdos nos toman por asalto bienhechor y entonces sonreímos…