
El sol salía, calentaba un poquito y las gallinas lo esperaban.
Él llevaba una bolsa con maíz y caminaba hasta donde las aves se aglomeraban, queriendo cada una ser la primera en picotear los granos; los esparcía un poco al voleo, mirando cómo correteaban, se cruzaba de brazos, esperaba un rato y luego volvía a tomar un puñado de maíz de la bolsa y caminando nuevamente, seguido por algunas que preferían la nueva entrega a disputar con las demás por la comida …
Este era el ritual de cada día, repetido temprano en las mañanas y al atardecer. Le gustaba el alboroto y las correteaderas de las ponedoras, que luego iban hasta el bebedero, que siempre mantenía abastecido de agua limpia, que sacaba del pozo.
Le gustaba sentirse esperado y magnánimo; su reacción era como un pequeño temblor, que erizaba un poco su cuello y le hacía encoger los hombros …
Las gallinas ponían huevos, él los recogía pacientemente, los colocaba en una canasta y en la cocina, con sus manos ya expertas por hacerlo siempre, los limpiaba y lavaba bien, para que, como decía, “estuvieran presentables”; después los vendería su esposa – a la que confiaba las finanzas- a quienes venían a comprarlos. Era bien conocido en el pueblo y muy popular, le decían “el huevero”.
Imagen: https://www.diariofemenino.com
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