
Troya Gonzales fue una niña que antes de venir al mundo, ya tenía nombre. Extraño tal vez, pero puesto por padres que ya tenían edad para ser abuelos y amaban a su profesión de toda la vida. Eran historiadores y quisieron que la niña que vendría, tuviera el nombre de una ciudad fantástica, ciudad protagonista de esa Grecia mítica, que hacía sus delicias históricas…
No fue pues coincidencia, sino pura y llana intención (y amor a la Historia, con mayúscula) que Troya recibiera en su primera Navidad, un caballito de madera. El juguete-balancín estaba en una esquina del cuarto que habían arreglado para la niña, con un par de cuadros que representaban, uno, al famoso caballo a las puertas de la ciudad de Troya y el otro, que era un mapa de la Grecia clásica, con una Troya bien visible, encerrada en un círculo rojo…
Decir que Troya estaba predestinada, sería mucho decir, pero sí que sus padres hicieron todo lo posible para enrumbar su personalidad, sus gustos. Y Troya respondió, porque le gustaron los caballos y aceptó de buen grado aprender a montar. Con los años, se hizo amazona, compitió y ganó, diplomas, copas y prestigio. Los viejos padres sintieron todo esto como un premio a su pasión compartida por la Historia…
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