
El pulso, las pulsaciones, son la voz del corazón.
A veces, una punzada en el pecho es un aviso, que como la voz no es muy fuerte y estás acostumbrado a su acompasado murmullo, el corazón “te toca el hombro” para llamar la atención… TU atención.
Lo que pasa es que estamos tan acostumbrados a que “todo nos funcione” y son tan poco advertidos los “ruidos” internos, que solamente los dolores (como la punzada en el pecho), son esa especie de clarinada de alerta, que nos avisa que “algo” extraño sucede en algún lugar de nuestro cuerpo…
Esto que digo es bien sabido, pero por serlo, no nos detenemos a pensar en ello cuando todo “anda bien”. Nos preocupamos cuando el “aviso” se repite…
Bueno, mi corazón me avisó de que algo andaba mal, cuando yo tenía 37 años, en una reunión de gobierno, en un ministerio, a la que fui en representación de un amigo. Eso y sentir calor (no sé hasta ahora muy bien por qué), más cierto malestar, hicieron que, terminada la reunión, en mi auto, fuese a la clínica donde tenía un seguro y buscase aun médico general, que me examinó y dijo que no salía de la clínica si no me examinaba un cardiólogo. Acto seguido, me acompañó, e hizo que me atendiera un médico de esa especialidad…
Después de contarle el por qué estaba allí, me examinó y citó para el día siguiente (eran casi las 10 de la noche), con el fin de hacer un electrocardiograma. “Si siente alguna molestia, póngase de inmediato esta pastilla debajo de la lengua y trate de no hacer ningún movimiento… Venga mañana y me cuenta” Le agradecí, con la que debe ser una perfecta cara de susto, guardé las dos pastillitas blancas que me dio y fui a mi casa…
Al día siguiente y sin mayor novedad, llegué para mi examen cardiológico; me pusieron los electrodos y echado en una camilla, comenzó el asunto. De pronto el médico le dijo a la enfermera que estaba a mi lado: ¡Señorita, pare, que le está dando un infarto…!”. Me pareció algo tan irreal que –por esas cosas que suceden- no se me ocurrió que se estaba refiriendo a mí. Hoy pienso que, o fui un tonto momentáneo, o estaba pensando en las musarañas…
Me “desenchufaron”, no recuerdo bien qué hicieron (de pronto me inyectaron algo) y un corto tiempo después, en la misma camilla me llevaron a una habitación, y cuidadosamente me pasaron a una cama, después de colocarme una bata blanca abierta por detrás y quitarme pantalón, medias y zapatos; me conectaron a un aparato que monitoreaba los latidos de mi corazón, me parece que me pusieron suero, estuvieron un rato, me indicaron un timbre para emergencias y se despidieron.
Quedé echado de espaldas, mirando al techo, que no ofrecía sino su superficie blanca y con la mano que tenía libre (sin aguja que me uniera con la tripita que llegaba al suero intravenoso), marqué el número de teléfono de mi cuñada y le dije que me había dado un infarto, que estaba en tal clínica y que por favor viniera para que se llevase mi carro, que estaba estacionado en la calle. Después llamé a mi esposa, le conté brevemente el asunto, le dije que estaba bien cuidado, y si quería, me podía venir a ver por la tarde, pero que no trajera a las dos hijas, porque no dejaban entrar niños.
Al rato llegó mi cuñada y con cara entre asombrada e incrédula, oyó el cuento completo, recogió las llaves y se llevó el carro, no sin decirme que llamaría a mi esposa (por supuesto, para entonces, los teléfonos celulares eran un muy lejano futuro). Le dije que ya había hablado y ella, no sé cómo hizo con dos carros (el suyo y el mío), pero llevó mi Ford Mustang rojo, a la casa…
No voy a extenderme más, porque después que te da el infarto, no sientes nada. El asunto ya sucedió y lo que te queda es desconcierto y miedo, sobre todo a dormir, “no vaya a ser que…” piensas. El dormir, lo soluciona media pastilla y cierras los ojos para soñar con los angelitos (no para morirte) durante ocho ociosas horas. Como a la semana me enviaron a la casa, diciéndome que estuviera por lo menos un mes en cama, levantándome solamente para ir al baño. Me entregaron pastillas con indicación de su distribución diaria y chau.
En cama, por lo menos podía leer, conversar, me vinieron a visitar (restringido a pocas visitas y poco tiempo) y no hacer prácticamente nada. Un día, de los primeros de vuelta en casa, a la entrada del cuarto aparece mi segunda hija, Paloma, que tendría dos años a lo mucho y desde la puerta, que estaba abierta, me dice: “Papi… ¿Me cargas?”. Yo ensayé una explicación, diciéndole que el médico me había dicho que no me levantara, que no podía hacer fuerza y… Me miró fijo, inclinó la cabecita, escupió al suelo, “pisó la babita”, desafiante, como diciendo “¡A ver qué haces ahora!” dio media vuelta y se fue. Me entró un acceso de risa tremendo que traté de contener y no materializar, “no fuera a ser que…”.
Así fue mi primer infarto y hay otros tres más. El cuarto, me dio en Arequipa, varios años después, caminando por la calle Mercaderes y supongo nada más la locación, porque esa noche me ingresaron al hospital, después que un cardiólogo, amigo de mi sobrino, que también es médico, me hiciese un electro y determinase que me había dado un infarto.
¡Bingo!
Imagen: http://www.my-ekg.com
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