
Inventaba cosas raras, mayormente inservibles, por el gusto de hacerlo, aunque sabía que nunca se usarían, se tomarían por inocuas locuras de un desocupado que no sabía qué hacer con su dinero, ni como encaminar su ingenio…
Desarrolló almohadas saltarinas, que no dejaban conciliar el sueño. Había ideado también, una toalla automática que secaba el agua por evaporación, sin pensar que el calor quemaría al usuario.
Un día decidió crear una chicharra, que sonara automáticamente, apenas estuviese en un lugar oscuro; no tenía ninguna utilidad, pero a nuestro inventor le gustaban y se podía pasar horas escuchándolas, ya caída la noche, saliendo a sentarse en el jardín.
Construyó la chicharra y le puso una celda fotoeléctrica invertida que se accionaba con la oscuridad. El bicho-aparato emitía un sonido repetido, igual al de una chicharra, monótono, pero como él decía, “acompañador”; la acabó colocándole un arito, para colgarla de una cadena y llevarla al cuello, en un alarde de utilidad ornamental…
Sin embargo, algo salió mal y la chicharra sonaba insistente, tanto en la oscuridad, como con la luz, fuera esta solar o la producida por electricidad. Trató de desarmar el ingenio, pero estaba sólidamente sellado; intentó callarlo, sumergiéndolo en agua, pero al rato, flotaba y seguía sonando. Pensó en destruirlo a martillazos, pero le dio tristeza que su invento terminara así. “¡Asesinado!”, pensaba él.
Finalmente creyó encontrar la solución diciendo que su invento era doble, una chicharra electrónica y una micro máquina de “sonido continuo”, algo como las máquinas de movimiento continuo, solo que la suya, para asegurarse la continuidad sonora, no tenía botón de “off”.
Imagen: tocadosyabalorios.com
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