
Era impecable.
Nunca decía nada que estuviera fuera de lugar, siempre cedía el sitio, nunca protestó por nada, pedía “por favor” y decía “gracias” con una sonrisa en los labios.
Era absolutamente tolerante y ejemplo de ello para todo el mundo, que se maravillaba con su flexibilidad.
Las reglas de urbanidad parecían su decálogo, de tan educado que era y nunca olvidaba cumpleaños, aniversarios y fechas especiales de los que le rodeaban.
Tenía el máximo de amigos que permitía Facebook, era moderado en Twitter y nunca dejaba ningún correo electrónico sin contestar.
Solo tenía un “pero”: Era un reverendo hijo de la guayaba.
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