MERMELADA CASERA


Siempre asoció el olor con su infancia, cuando su madre y su tía, en la cocina calurosa, lo preparaban todo para hacer mermelada y guardarla en frascos de vidrio que habían contenido algo y perfectamente lavados, la guardarían, bien tapados, para deleite de futuros desayunos, lonches, antojitos y por qué no, como postre para almuerzos dominicales, conversados y largos.  Especiales, pues.

El tiempo había pasado, llevándose a su madre y a la tía, sin que nadie volviera a preparar la mermelada de fresa en la casa y tal vez por eso, la añoranza lo asaltaba cuando veía a una vendedora de fresas con su canasta repleta, o cuando en el supermercado, comprando para la semana, atraía su vista la sección frutas, donde, en sus paquetes transparentes, las fresas parecían sonreír alegres y apretadas.

Un día, hizo lo que nunca había hecho, por considerarlo una traición: compró un frasco de mermelada de fresa, decidido a remontar el río de los recuerdos.

Ya en casa, solo, con mucha ceremonia, puso en la mesa del comedor un individual y sobre este, un plato, cuchillo y una servilleta de papel. En la panera había varios panes franceses. Abrió uno por la mitad, cuidadosamente, para luego destapar el frasco de mermelada y untar con generosidad el interior del pan, uniendo ambas partes. Después de tantos años, se sentía culpable, pero la memoria y el rojo brillante del dulce hicieron que sonriera, anticipando un gusto largamente postergado.

Dio un mordisco al pan y esperó que lo llenara el sabor de lonches, desayunos y antojitos soñados, pero no lo atropellaron las imágenes de su infancia, sino un sabor medio metálico, falso. “Es el sabor de la traición”, pensó y cerrando el frasco de mermelada recién comprado, prácticamente lleno, lo botó a la basura y fue a servirse un café, que no sabría a infancia.

Imagen: http://www.prensalibre.com

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