
Vista desde muy arriba, con la mirada de un extraño pájaro que pudiera volar a muchos kilómetros de altura, parece una fila de hormigas minúsculas, que avanza lentamente en medio de una inmensidad que varía entre el beige y el amarillo oscuro.
Más de cerca, las hormigas se transforman en camellos, que hunden sus pezuñas en una arena que conoce de antes, solamente el toque del viento, que la riza como lo hace con el agua del mar.
Barcos del desierto, llevan su carga de tesoros cruzando por la Historia y el Tiempo, sin que parezca importarles nada, salvo el seguir andando, y en las noches heladas que siguen al calor abrasante del día que termina, doblan sus patas, acomodándose en un círculo para rodear a los bultos descargados por los barbados camelleros que se abrigan al medio, encendiendo una fogata con las escasas ramas recogidas y con algo de leña que traen para el viaje.
Si el viento es implacable y hace volar la arena creando una tormenta cegadora, los camellos sirven de muro protector al sueño, ese que hace brotar ciudades de la nada, que se disuelven como si fueran espejismos…
Una nueva mañana, otra noche y tal vez mil días más: la caravana avanza, como fila de hormigas que lleva los granitos de azúcar no se sabe bien dónde.
Imagen: revolucioninterior.wordpress.com
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