Cumplir años era una repetición, un rito casi que desde que su memoria registrara la torta y las velitas se tornó en una espera desmedida que contaba los días y fabulaba obsequios.
Su cumpleaños siempre fue el epicentro de su vida, hasta que un día – nunca supo si fue uno bueno o malo– decidió que no cumpliría más años y con el tiempo se acostumbró a responder que tenía «taitantos» al preguntársele la edad…
Tuvo tantos «taitantos» que perdió la cuenta pero nunca perdonó la torta, pero sí las velitas, hasta que un buen o mal día – nunca se sabría – quiso empezar de nuevo y su biznieta le preguntó si es que era de cero o quizás de uno. Él se quedó perplejo y pensó que mejor era morirse a los «taitantos».