SALAMANDRA


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Era bonita y todavía pequeña; su madre la cuidaba, no fuera cosa de que corriera peligros innecesarios y todas las tardes la instruía sobre la vida de las salamandras y cómo comportarse: la educaba, pues, para que cuando llegara a la edad adulta fuera una señora salamandra y no una de esas que andaban tomando sol sobre las piedras, ociosas, burlándose de todos y riéndose por lo bajo de la decencia.

 

Saly, que después sería Sally, escuchaba atenta porque sabía que un día sería toda una Salamandra, una señora salamandra, que tendría hijitos para educar y quería aprender bien todo para no defraudar a su mamá, hacerla una abuelita feliz y que viejita como sería, pasara sus últimos días en paz y rodeada de salamandritas que correteaban por el pasto.

 

Estaba muy orgullosa de sus manchas amarillas, que con el fondo negro, le daban una apariencia bien pop y aunque era inquieta, como todo pequeño, se estaba tranquilita porque no quería perderse nada importante de lo que su mamá decía y quería preguntarle sobre lo del fuego, que había escuchado a una salamandra vieja, que casi ni se movía, acomodada a la sombra de una piedra grande y que siempre tenía un auditorio de salamandritas atentísimas, que seguían sus historias con la boca abierta.

 

Lo del fuego, al parecer,  se perdía en la memoria de los tiempos y lo ponía como el hogar de las salamandras; curiosa, trató pues de indagar, pero su madre le dijo “No juegues con fuego”, sin agregar nada más.

 

Creció con la obsesión de un hogar ardiente, de bonitas llamas amarillas y rojas que crepitaban arrulladoramente, pero siempre la cortante frase materna aparecía en su mente como un baldazo de agua fría para apagar su sueño.

 

Una noche, que se aventuró a caminar porque había luna y el bosque alargaba sus sombras por el suelo, le llamó la atención cerca de la laguna donde había nacido,  un brillo que dejaba chiquita a la luz de la luna; se fue acercando sigilosa y vio lo que era una fogata que los campistas habían encendido. Se aproximó hasta sentir calor y olvidándose de la advertencia maternal, decidió que por fin podría saber lo que era calor de hogar y se deslizó entre las llamas –que como en sus sueños- eran amarillas, rojas y crepitaban.

 

Al día siguiente, temprano, Pedro revolvió los rescoldos y le dijo a Jorge, que todavía estaba en la carpa: “Lo que olía raro anoche, era este bicho quemándose… ¡Pobre!”

 

 

Imagen: sv.wikipedia.org

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