Era grandazo y lento; no solo caminaba como si midiera sus pasos sino que reaccionaba y se movía, en general, despacio.
De ganó el apodo de “mastodonte”, pero al tiempo alguien que se las daba de leído y culto lo llamó “Megalodonte” y a él le gustó la palabra, o sea que desechó mentalmente su viejo alias, adoptando el nuevo nombre con una alegría que no sabía explicarse.
Le parecía que era un dinosaurio y averiguó que era en realidad una bestia acuática de 18 metros: el ante-ante-antepasado del tiburón, el más grande que hubiera existido nunca. Hinchó el pecho y se dijo a sí mismo: “¡Soy inmenso…!”.
El nuevo apodo hizo que caminara igual de cauteloso pero balanceándose un poco, pensando cómo sería en el agua el Megalodonte, moviendo ocasionalmente la cabeza de un lado a otro, como si buscara una presa y sonreía enseñando los dientes, soñando que parecían tan temibles como los de su homónimo; inclusive se volvió algo más ágil de movimientos, pero su pensamiento seguía siendo lento.
Un día fue a la playa y se metió en el mar, soñando (porque siempre soñaba) que esos eran sus dominios, que él era el rey, que era el más grande y se sintió orgulloso; pero el mar, traicionero o celoso, le invitaba para que se adentrase más allá de las olas.
A diferencia del Megalodonte marino, este, de tierra, no sabía nadar.
Imagen: maliaria.blogspot.com
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