La antigua casa de mis abuelos Gómez de la Torre en Arequipa, quedaba en la calle Santo Domingo y cuando la conocí, el cine “Real” era su vecino inmediato; muy grande con un portón de madera que a mí de chico me parecía impenetrable, guardaba todos los secretos imaginables que pudiera tejer la imaginación de un niño.
Un corto zaguán desembocaba en el patio principal que estaba rodeado de habitaciones, un baño, la entrada al gran salón y al comedor y a la parte de adentro, donde mis tías, las primas de mi madre, vivían; Julita, Luisa, Alicia, Georgina y la Carmen Zegarra –“la Yayita”- que cosía maravillosamente y tenía un gorrión que la seguía como un perro donde ella fuera por la casa y estaba entrenado para cuando ella cogiera un hijo para ensartar la aguja, cogiera con su pico la hebra y la hiciera pasar por el ojo de la aguja, asombrándonos; esas eran “las tías de adentro” porque “las tías de afuera”, Graciela Y Carmela –hermanas de mi madre- tenían su feudo en la zona del patio, que incluía un cuartito debajo de la escalera que iba a la azotea y a la casita de madera donde estaba la biblioteca del abuelo Francisco a la que nunca me permitieron subir; en ese cuartito mis tías Carmela y Graciela preparaban dulces que me resultan memorables ahora y entonces tenían la magia final de una tarde repleta de hallazgos, historias y juegos de “whist”.
Los territorios –que así veíamos mis primos y yo- estaban divididos por el comedor con su gran mesa; allí, cuando mis abuelos vivían se reunía para las comidas una familia tan numerosa que lo hacían en dos tandas: primero los chicos y luego, por separado, los adultos; el mismo mecanismo repartidor se repetía en desayuno, almuerzo, lonche y cena.
Las muchas veces que fui a la casa de Santo Domingo, quienes nos recibían eran mis tías Carmela y Graciela, pero abría “la puerta chica” del portón principal, Agustina, una mujer mayor, bajita, sonriente, peinada con moño, que era la empleada para “todo servicio” de las “tías de afuera”; con muchísimos años viviendo en la casa (creo que desde que era joven), habitaba en la parte de adentro, donde había otro patio, una pequeña huerta, una poza (que llamábamos “piscina” –pero nunca usamos como tal-) y más habitaciones, unas donde estaban “las tías de adentro” y al otro lado la cocina y las habitaciones de servicio (que en ése momento se reducía a “la” Agustina y a otra señora, “la” Alberta (que tenía bigote y usaba trenza) que venía ciertos días a lavar la ropa; más que seguramente habría otra empleada, pero no la recuerdo…
Al contrario de lo que sucedía mientras vivieron mis abuelos, en el comedor “las tías de afuera” comían a diferentes horas que “las tías de adentro” para no cruzarse, a pesar de que usaban el mismo (único) portón para salir a la calle y verse a veces en la misa del domingo de la iglesia de Santo Domingo o en alguna visita protocolar y esporádica de las unas a las otras o viceversa; eran dos terrenos marcados por una costumbre extraña que nunca pude averiguar por más que pregunté a mi madre. Supongo que sería algo derivado de que unas eran hijas de Francisco y las otras, sobrinas.
Tiempo después vino a vivir en una de las habitaciones que rodeaban el patio de afuera, René; pero esa es una historia diferente y que guardo para contar más tarde…
Fotografía: Circa 1929 “Con mantón de Manila”. La primera por la izquierda es Antonieta mi madre, con sus hermanas Graciela y Carmela y sus primas Luisa, Julita y Georgina.
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