La ardilla bajaba por las ramas del árbol en busca de comida; corría deteniéndose al menor ruido, como alguien que nervioso, tema que lo descubran. Se había acostumbrado a acercarse a las mesas exteriores del café y a que los parroquianos la alimentaran.
Era una especie de mascota y habitualmente aparecía por el lugar, provocando la sorpresa, el interés o la complicidad de los que allí estaban; el único mozo, al comienzo de sus apariciones trató de espantarla, pero fue en vano, porque ella volvía como diciendo que tal vez había perdido una batalla, pero la guerra, que al fin ganó, era cuestión de resistencia.
Un día, vino a tomar café un señor que trabajaba en una dependencia del ministerio que tenía a su cargo el cuidado de la fauna silvestre y vio a la ardilla que merodeaba en busca de su alimento diario; le dio unas migas de pan y sonrió de la confianza que el animalito demostraba. Al poco tiempo regresó el señor con dos más: pidieron café y sándwiches.
La ardilla, como era su costumbre, bajó para que algo le dieran y se acercó a comer pero no pudo hacer nada porque le cayó encima una tela que la envolvió para que pudieran pasarla a una bolsa.
El señor comentó después que habían salvado a una ardilla más para devolverla a su hábitat natural. Los habituales del café y Matías, el mozo, nunca más volvieron a saber de Priscilla, como le habían puesto a la ardilla, que resultó ser macho.
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