
A despedirlo asistieron cinco, entre ellos el que fue su chofer. Los asientos en el vuelo de clase turista no eran muy cómodos y tenía las piernas ladeadas para que sus rodillas no chocaran con el espaldar del de adelante.
Dejó volar su imaginación a las despedidas multitudinarias de antes, con gritos y cordón de seguridad que impedía que se le acercaran demasiado. Recordó que al llegar a cualquier sitio lo recibían obsequiosamente y pasaba controles sin hacer un trámite; nunca supo de aduanas.
Aterrizaron después de un viaje que se le antojó interminable. De la cinta de equipajes, rescató sus dos maletas, las puso en un el carrito y lo empujó hasta llegar a un mostrador pequeño. Le hicieron seña para que siguiera sin abrirlas hasta el control de pasaportes, un poco más allá.
El funcionario lo miró, miró el documento nuevo y después de hojearlo rutinariamente, estampó un sello.
No dijo “¡bienvenido!” sino que pasó al siguiente.
Recuperó el carrito con las maletas que estaba a un lado y caminó hacia la puerta de vidrio. Detrás había gente que miraba curiosa. Buscó el rostro conocido de su mujer y no lo vio.
Fue hacia la salida empujando el carrito entre los que esperaban, y escogió un taxi; pidió en su mejor inglés: “To the First Hotel, please” y dentro del auto esperó que las maletas fueran acomodadas atrás. El chofer subió y dijo “Hundred”, poniendo la llave en el contacto y mirando adelante. “OK, go”, respondió.
El trayecto le pareció corto para el precio, al llegar a una construcción que abría su escalera ancha sobre la vereda; frente a esta el taxi se detuvo. Bajaron las maletas y pagó. El taxista miró los dos billetes y pidió: “Tip”. Él dudó pero agregó un billete de veinte. Cogió las dos maletas y subió la escalera; como cuando salió y llegó, no había nadie que le ayudara. Se sentía cansado…
Entró a un salón que le pareció frío y solitario, con la recepción al fondo y cuatro sillones con mesita, casi al medio, sobre una alfombra pequeña. Cruzó hasta la recepción y el empleado sonrió.
Él sacó su pasaporte y lo entregó; pasó un momento mientras le dieron una tarjeta para llenar. “Cash” dijo cuándo le indicaron las opciones de pago. No tenía que explicar que no tenía tarjetas de crédito para que fuera más difícil rastrearlo.
El empleado hizo una anotación y del casillero que estaba detrás sacó una llave y un sobre: se los entregó.
Él abrió el sobre que tenía su nombre escrito con la letra de su mujer; dentro había un papel que decía:
“No te voy a esperar; lo he pensado bien.
Todo termina aquí.
Me llebo el maletín.
Yvón.
15 de agosto.”
Se fijó en la falta de ortografía y que el nombre de su mujer estaba escrito como ella dijo siempre que era. La nota era de hacía cuatro días; volvió a leer el papel antes de arrugarlo y terminar de entender que ya era una persona común, con problemas comunes y sin ningún futuro.
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