Usaba cuello de pajarita siempre, aunque estuviera un poco pasado de moda. Su apelativo lo decía: enseñaba y además fumaba en pipa. No demasiado, porque era frugal y en épocas de guerra resultaba difícil conseguir buen tabaco.
De mediano tamaño, sin ninguna seña particular saltante, usaba anteojos con marco de acero, redondos y peinaba con cuidado su poco cabello.
Un domingo por la mañana en que salió a caminar, sus pasos lo llevaron a la plaza, donde había personas que vendían lo más inverosímil, con tal de agenciarse unos marcos. Había desde cabezas disecadas de oso hasta figuritas de porcelana; los sables se juntaban con los libros y alguna que otra lámpara.
Llamó su atención un hombre, algo mal encarado y hosco que ofrecía pipas; tenía como diez y estaban alineadas sobre la tela que el vendedor había estirado en el suelo. A pesar de ser evidentemente usadas, las maderas de las que estaban hechas estaban absolutamente limpias y ofrecían un agradable tono mate.
Se acuclilló y preguntó si podía examinarlas. Al hacerlo, se dio cuenta que debían ser la colección personal del hombre mal encarado. Las formas clásicas y la curiosa suavidad de las que miró con detenimiento y dio vueltas en su mano, hablaban de una pasión. Como leyéndole el pensamiento el hombre le dijo que eran suyas y las vendía porque su mujer estaba enferma y tenían dos chicos. “Cada vez es más difícil y me desprendo de ellas porque verdaderamente lo necesito… ¡Necesito dinero!”
Herr Professor se ajustó los anteojos y preguntó por el precio de las pipas; la cifra no era muy baja, pero su economía le permitía adquirirlas. Cerraron el trato y él dijo que volvería en media hora con el dinero. El hombre hosco lo miró desconfiado, pero asintió.
Herr Professor volvió y el hombre tenía una caja sobre la tela. Al abrirla, mostró las pipas cuidadosamente acomodadas, una bolsa con tabaco y una latita chata. “Aquí están. “Le vendo mi tesoro y de regalo le doy tabaco y lo que uso para limpiarlas y darle a la madera esa suavidad mate que tiene. ¡Cuídelas como lo hice yo!” dijo el hombre hosco, tratando de esbozar una sonrisa, entregando la caja a cambio de los marcos y contándolos.
Se despidieron y Herr Professor fue hasta su departamento, feliz con la compra y los regalos.
Sobre la mesa del comedor, sacó las pipas, la bolsa con tabaco y la latita chata que no tenía ninguna indicación. La abrió, curioso y vio una especie de ungüento. Supuso que era grasa, volvió a cerrarla y se concentró en las pipas.
“¡Buen domingo!” pensó; había conseguido diez pipas, algo para limpiarlas y tabaco. Lo que no sabía era que el limpiador que parecía ungüento era grasa humana, proveniente de algún campo de concentración.
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