Era tiempo de cosecha y él, como siempre, se quedaría en su casa, solo, porque no podía caminar. Tenía seis años y desde que tenía memoria, sus piernas deformes que parecían de trapo, no le servían para nada. Su madre lo escondía y lo sentaba en una sillita, tapándole las piernas muertas con una manta de colores, al fondo de la pequeña casa. Allí comía y se dejaba cargar para que en las noches lo echara en el colchón. Desde que su padre los dejó, cuando era tan chiquito que ni se acordaba, su madre era la única persona que veía y a veces, cuando le preguntaba por otros, María le decía que los “otros” eran malos y mejor que no los viera.
Su madre iba a salir temprano para el campo y le dejó papas, agua y un poco de mote para que comiera, porque ella no volvería hasta la caída del sol; tenía que hacer lo que todos los años: sacar las papas de la tierra y dejar una parte para el futuro chuño, aprovechando el frío. El resto se repartiría y sería con un poco de maíz el alimento escaso.
Al cabo quedó solo y pensó en cómo sería caminar y ayudar a recoger las papas. No pensaba más allá porque no conocía y su mundo, eran el cuarto, la silla, la manta de colores y en la noche el colchón. No soñaba, porque los sueños requieren de recuerdos.
Las primeras papas que sacaban de la tierra eran chiquitas y arrugadas; alguna tenía gusanos y no servirían para nada.
En la mañana y la tristeza cayó como una cortina. La tristeza y la rabia de saber que la cosecha estaba perdida.
Escuchó llegar a María y le pareció raro que llegara temprano, pero se alegró, porque le tranquilizaba verla. Ella le contó que la papa estaba mala y que iba a ver qué hacía…
Hacia la noche, cuando ya estaba sobre el colchón, al lado de su madre, oyó voces afuera y que empujaban la puerta. María se levantó y fue hasta allí, cuando se abría y entraban varios hombres con ponchos; afuera se adivinaban más.
El hombre dijo que venían para llevarse al-que-no-caminaba. Ella gritó y empujó. La sujetaron y él vio como venían hasta el colchón, lo levantaban y mientras María gritaba, se lo llevaron. No entendía nada y hacía frío. Unos con palos encendidos como antorchas, iban adelante.
Llegaron hasta donde estaba la tierra removida y lo pusieron allí. Uno de ellos colocó una piedra debajo de su cabeza y dos lo agarraron fuerte de los brazos. Hicieron un círculo, rodeándolo. No entendía qué era, qué pasaba.
El que le había puesto la piedra debajo de la cabeza, con otra piedra grande golpeó varias veces hasta que el cráneo se rompió y brotó la sangre a borbotones cayendo sobre la tierra removida. Lejos, se oían los gritos de María.
El-que-no-caminaba, el gusano del diablo, había sido muerto y la tierra, recibida su sangre, daría una buena cosecha el próximo año.
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