El drama de los refugiados en Europa es que están entre dos fuegos.
Huyendo de la muerte en sus países, llegaron para tratar de recomponer sus vidas; sin embargo encuentran rechazo por el hecho de venir de donde proceden y ser “diferentes”.
El tema se ha agudizado tras los atentados de París; se extiende y hace patente una xenofobia basada en el miedo que suele convertirse en odio.
Ser musulmán no es pertenecer al llamado estado islámico, terrible invención de fanáticos que no es ni lo uno ni lo otro.
En todas partes se nota que los musulmanes no quieren que se mezcle su fe, con las creencias y prácticas desquiciadas de un puñado de insanos. Se dirá que esta es una visión benévola, desde un lugar donde no existe ese tipo de problema; sin embargo, el Perú sufrió la vesania de un terrorismo que quiso imponer su modo de pensar a sangre y fuego a seres humanos que no tenían donde acudir ni como escapar. Los métodos son los mismos aunque cambien los nombres y sean otras las ideas; por eso es que el sufrimiento de los refugiados no puede sernos ajeno. No puede, porque formamos parte de una misma humanidad zaherida por el mal, que ha sido y es víctima por sus creencias y su forma de ser. Muchas veces por el hecho solamente de existir.
Los refugiados están entre los monstruos feroces del fundamentalismo asesino y el rechazo culpable de quienes podrían acogerlos.
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