Hay muchas cosas en este mundo que soportan uso intensivo y no nos damos mucha cuenta. Las usamos nomás.
Un ejemplo es el cuerpo en el que habitamos; otro son los ascensores que soportan infinitas subidas y bajadas; es verdad que lo único que asegura su correcto funcionamiento, es un mantenimiento adecuado y su uso cuidadoso.
El tema me viene a la cabeza porque escucho a cada rato la campañilla electrónica de los ascensores del edificio en que vivo y como estoy en el primero de doce pisos, el trajín es incesante en las mañanas temprano, a la hora de almuerzo y por la tarde, cuando se regresa del colegio y después del trabajo. Y eso, que este es un edificio de viviendas y no uno donde las oficinas exigen al máximo a las máquinas sube y baja a toda hora, con un descanso nocturno que se me antoja “maquinalmente reparador”.
Y sí, me doy perfecta cuenta que mi cuerpo también necesita de mantenimiento, que resulta más complejo; porque hay que alimentarlo, ejercitarlo y darle cuidados que no se tienen con una caja metálica que nos transporta de un piso a otro. Digo que es más complejo, porque me pongo a pensar que seguramente por sobre exigirle, no darle el mantenimiento necesario o por alguna falla de fábrica, sobrevinieron los infartos y perdí por un tiempo visión, movimiento y habla. Las reparaciones fueron enormemente lentas y aún ahora no podemos decir que no pasó nada. Mantenimiento y cuidado: dos palabras bien importantes. El cuerpo necesita un mantenimiento cuidadoso; como los ascensores o las escaleras mecánicas, o los motores, o… ¡Todo lo que se use intensivamente! Y si no se usa, se oxida, cojea, demora en arrancar. Es un mundo de máquinas, con la salvedad que nuestra propia máquina tiene un cerebro gobernante que es más poderoso que cualquier mecanismo programado o computadora avanzadísima. Creo que no podríamos hablar de un espíritu de los ascensores (descontando un fantasma atrapado en alguno de ellos por despistado, por supuesto).
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