Todo el mundo tiene sus pequeñas vergüenzas, o pasa por sufrirlas. A veces la exposición es pública, como el ridículo sufrido y otras se queda en el secreto de darse cuenta del error gracias a alguna lectura, o comentario corrector que no trasciende.
Yo tengo una pequeña colección de vergüenzas propias y otra de ajenas. El hecho positivo es reconocer que uno no es infalible y disculpar las de otros, sin hacer alharaca.
Alguna vez, quise comprar un libro del reciente premio Nobel de Literatura y muy orondo entré en una librería y sin buscar, pedí un libro de “Saramango”, el premiado, que quería, totalmente desinformado, leer. “¡Ah, Saramago, sí; el premio nobel!” me dijo el dependiente, corrigiéndome sin inmutarse; quitándole esa “ene” que emparentaba al escritor con una fruta. Hago notar que para entonces ya no era yo un chico desavisado, sino un adulto que por lo visto, no se fijaba bien en lo que leía.
Antes, bastante antes, estaba conversando con mi cuñado, que estaba de viaje de negocios por Lima y en algún momento comentamos mis estudios de relaciones públicas (que abandoné antes de acabar, como muchas otras cosas en mi vida) y me mostró un cuadro, que yo identifiqué rápidamente y le respondí orgulloso: “Es un organigograma”.
“Organigrama”, me dijo; “sin go”. No tocó más el tema y yo tampoco abundé sobre algo que hacía evidente mi ignorancia. Había visto la palabra, la había escuchado mil veces en clase, pero por alguna extraña razón le adicioné un “go” innecesario e inexistente en la realidad.
La pleitepsia y la obligarquía son palabras que un amigo mío, cuando éramos chicos, o por lo menos escolares, decía tranquilamente e incluso, creo haberlo contado antes, explicaba lo de obligarquía, con el argumento que “eran los que obligaban al pueblo”.
Bueno, así vamos por esta existencia, aprendiendo en base a equivocarnos; pero antes de reírnos de los errores del otro, aprendamos que tenemos que reírnos de los nuestros, después de corregirlos, claro.
Debe estar conectado para enviar un comentario.