VIERNES DE HAMBURGUESAS


 

HAMBURGUESA Y PAPAS 

Siempre había sido el punto.

Es decir la persona sobre la que confluía todo el tiempo toda clase de bromas, desde las chistosas hasta las más pesadas.

Por alguna extraña razón, que podía ser su timidez, el silencio o aparente indiferencia con que soportaba ser una especie de centro de diversión ajena o por quién sabe que, parecía ser el blanco perfecto de las chanzas.

En su familia, cuando pequeño, se burlaban de sus orejas desproporcionadas y su tartamudez. Luego, quienes decían ser sus amigos en el colegio, fueron en verdad torturadores que no dejaron pasar una oportunidad para ridiculizarlo. Se refugió en los estudios e ingresó de inmediato a una universidad. Allí muy pronto su propensión a ser punto sería descubierta y explotada por algunos en la clase y se extendería rápidamente. Aguantó un semestre y regresó un día a su casa con la decisión de no volver más. El individuo retraído que era, se retrajo aún más, porque la adolescencia le había hecho el impacto de una ola.

No encontraba trabajo, porque por más que se presentara a diferentes lugares, respondiendo a avisos aparecidos en el periódico que compraba con la secreta esperanza de hallar un lugar, siempre, o le pedían plata para “acelerar trámites y garantizar su permanencia”, o la misión era cumplir una meta de ventas de objetos extraños, que sabía de antemano que nunca alcanzaría.

Finalmente encontró trabajo atendiendo en un restaurante de comidas rápidas que estaba ubicado en un barrio lejano, comercial, de paso.

Callado, aprendía. Callado, trabajaba. Callado lo hacía lunes, miércoles y viernes, en el turno de la tarde-noche. Callado, recibía la miseria que le pagaban.

Hasta que por algo que nunca supo, volvió su karma y se convirtió en el punto de los demás compañeros de trabajo. Pronto, fue punto de los clientes habituales.

Un día no aguantó más y compró una pistola con su cacerina cargada de balas. Gastó todo el dinero que tenía.

Esa tarde, viernes, fue como de costumbre al restaurante y se preparó para empezar. Soportó las primeras bromas que llegaron. Soportó a los otros meseros, a la chica de la caja y a los habituales clientes que venían a terminar la semana comiendo hamburguesas y papas fritas.

En un momento dado se encerró en el baño; pensativo, sacó la pistola recién comprada y se quedó mirándola, mientras la empuñaba fuertemente.

Se la puso en la pretina del pantalón, se echó agua a la cara, se lavó las manos y se secó con unas hojas de papel toalla. Salió de nuevo al salón y le sonrió a la chica de la caja.

Entonces, volvió a sacar la pistola y apuntó a todos y a nadie; a los clientes. Empezó a disparar y escuchó los gritos. Le disparó a la chica de la caja y a un compañero de trabajo, encargado de las entregas. Cuando la pistola hizo “¡click!”, vacía de muerte, fue hasta la puerta y nadie trató de detenerlo.

Empezó a cruzar la calle como un sonámbulo y no vio al micro que venía a toda velocidad. El impacto hizo volar a la pistola y a él, en direcciones diferentes.

Dijeron que parecía un muchacho simpático aunque algo retraído y callado. Ahora había matado y estaba muerto. No sabían que sus bromas lo habían convertido en asesino y que murió de casualidad, por su propia negligencia. Fue el punto final de su vida.

Anuncio publicitario