CIRCO


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Con los ojos abiertos como platos y conteniendo la respiración, veía como la mujer y el hombre, literalmente volaban, allá en lo alto, bajo la carpa del circo. El tambor de la orquestita redoblaba anunciando peligro y haciendo que la tensión se volviera casi insoportable. Las luces de unos reflectores que los seguían en sus desplazamientos aéreos, hacían brillar las lentejuelas de colores de sus trajes ceñidos. ¡Volaban, sujetándose esporádicamente de las barras de los trapecios y se cogían de las manos en el aire! Era maravillosamente atemorizante verlos sobre nuestras cabezas, detenido el masticar de pop corn y en un silencio solamente roto por el redoble atenazante y los gritos allí arriba de “¡Hop!, ¡ahora!, ¡hop!” Y luego del éxtasis, los aplausos, lentos, incrédulos al principio y luego furiosos. Ellos, agradeciendo grácilmente, después de haber llegado al centro de la pista, deslizándose muy rápido por una cuerda, seguidos por los reflectores que los hacían aparecer más irreales y sonrientes. Ella y él: los voladores de la fantasía, los maravillosos artistas del trapecio, en un acto peligrosísimo y sin red protectora…

Tal vez este es uno de los recuerdos más inmediatos que tengo del circo. Ese al que íbamos por fiestas patrias y que significaba entradas de colores, olor a aserrín, sillas de madera pintadas de azul, pop corn de reglamento  y emoción; risas y un maravillarse gigantesco.

Es cierto que había domadores, leones y osos, y payasos, con el infaltable número del hombre-bala, que por lo general era un payaso al que después de hacer mil maromas, un cañón lanzaba al aire luego de una gran explosión y mucho humo, para que cayera en una red y bajara, dándose un volantín, agarrado al borde de soga y agradeciera los aplausos. Es cierto que el circo era una experiencia múltiple, pero los trapecistas voladores representaron siempre para mí ese espíritu aventurero y valiente que se escondía detrás de las confiadas sonrisas de un hombre y una mujer que yo envidiaba secretamente. A ambos, por poder volar sin esfuerzo aparente y a él en especial, porque la tenía a ella, compañera precisa; preciosa acompañante.

El circo se fue diluyendo con los años, convirtiéndose en cosa para chicos. Han pasado los años y los cambios se han dado: ahora algunos son espectáculos extraños y otros tratan de conservar el viejo estilo de aserrín y pop corn, seguramente, vendiendo fotografías pequeñas de la trapecista. De esa estrella voladora que sigue surcando los cielos de la memoria.

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