Era casado con una prima hermana de mi padre, mi tía Enriqueta que era baja, gordita, tenía vitiligo y sonreía siempre, con sus ojitos chispeando tras los lentes.
Benjamín Rojas también era bajito, caminaba muy erguido y enérgico, vestía atildadamente y llevaba el pelo perfectamente peinado. Digamos que era un elegante tamaño mini, consciente de que su pequeña estatura tenía que compensarla con una personalidad amable pero decidida.
Los dos eran maestros, ya retirados creo, y vinieron del Cuzco, donde vivían, a pasar una temporada en casa, mientras hacían los arreglos para que Maruja, su hija, estudiara en la Normal de Monterrico para ser, supongo que siguiendo la tradición y los consejos paterno-maternales, maestra a su vez.
No es que estuvieran hospedados mucho tiempo, pero significaron un rompimiento de mi rutina infantil; eran los tíos que traían golosinas, de esas que un niño veía solo de cuando en cuando, en épocas muy especiales y contadas.
Fueron engreidores y lo pasé muy bien. Maruja, que cuando estudiara saldría los sábados para pasar el fin de semana en la casa, era una incógnita. Mi hermana Teresa ya se había casado y yo no sabía si a Maruja debería tratarla como a una hermana.
Recuerdo claramente, y me llamaban la atención, los anteojos con montura de oro de mi tío Benjamín, que le daban un aire importante y él cuidaba con el esmero y usaba con orgullo.
Tiempo después mi padre me contó que esos anteojos eran “por gusto”, porque Benjamín Rojas veía perfectamente bien y no los necesitaba, pero le daban ese toque de distinción “que debe tener un maestro”; un titulado universitario, que se sentía así más importante, con su caminar erguido y enérgico; sonriente, pero en realidad serio. Elegante, con las puntas del pañuelo blanquísimo, asomando del bolsillo superior del saco del terno de paño color azul oscuro.
“¡Bron, bron, bron!…: ¡Allí voy con mis anteojos de marco de oro rumbo a alguna reunión!; ¡Bron, bron, bron…!” Y movía los brazos como si desfilara. Así decía mi padre que le había confiado Rojas, cuando me explicaba lo de los anteojos y la “prosa” especial de mi tío.
Maruja ingresó a la Normal y venía los fines de semana a dormir en la casa. Fumaba a escondidas y no duró mucho porque regresó al Cuzco en busca de un enamorado que había quedado allí. Creo que se casaron. Fue la primera mujer a la que vi fumar.
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