Recuerdo que mi padre me enseñó “La Canción del Pirata”, que empezaba así:
“No corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
Del uno al otro confín.”
Este poema de Espronceda, se lo sabía de memoria y trataba que yo lo memorizara a mi vez. Su ritmo y sonoridad ayudaron inmensamente y hoy, después de cerca de 60 años. Estoy otra vez escuchando recitar con entusiasmo a Manuel Enrique y trato de recordar todas las estrofas sin conseguirlo. El poema es largo, pero guardo la emoción que me embargaba al escucharlo en la voz de mi padre. Además de algunos restos en la memoria, me quedan esa sensación de libertad, ese olor a mar, a ese amor a lo que es indudablemente símbolo del pirata: su barco.
Me queda grabado lo que mi padre quería transmitirme: “Hagas lo que hagas, sé tú mismo y siéntete orgulloso de ello”.
Ahora que he vuelto sobre el poema, le puedo decir que sí: hice lo que quise y pensé que era lo mejor; no cambié por nada, siendo fiel a mí mismo y me sigo sintiendo orgulloso, doblemente, porque además de poder siempre ser yo, tuve un padre que me supo enseñar a navegar por esta vida y eso me valió para no naufragar.
“Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria la mar”.
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