Día: 28 de octubre de 2014
LA «3»
A veces me parece ya haberlo contado, pero no encuentro un archivo con ese título y de pronto, volver a jalar la hebra de los recuerdos (como el gato que desenrolla un ovillo de lana, o trata) permite apaciguar la memoria, que desde hace un tiempo martillea con eso.
Mi primera “góndola” (ómnibus), la que me llevaba a ese nuevo mundo llamado colegio, cuando tenía 5 años, era azul y en la puerta tenía el número “3” en color celeste.
A mí me parecía grande, pero no debería serlo tanto, porque cuando la vi al lado de las otras, era más bien pequeña en comparación. Pero para un chico, hasta lo pequeño puede ser inmenso.
La “3” tenía una puerta adelante, al lado izquierdo, que se abría con una manivela que estaba al lado del chofer; de cromo brillante y sobre una pequeña plataforma triangular de lo que parecía acero inoxidable que tenía una “W” impresa en relieve sobre el mismo metal (que mucho tiempo después asocié, cuando supe leer bien, con la pequeña plaquita roja que estaba sobre el parabrisas y que decía “Carrocerías White”).
Josamel, el chofer abría y cerraba la puerta para que la “3” nos absorbiera al subir en el paradero y después nos vomitara bulliciosos en el “colegito” o “infantil”, que quedaba en la avenida Petit Thouars, en Miraflores. Era el “colegito” porque el “colegio grande” estaba en “La Colmena”, en el centro de Lima. Era el año 1952 y si ir a Miraflores era un viaje, ir al centro de Lima era otra visitar galaxia, a la que nos asomábamos de vez en cuando para ir a tomar helados en la “Botica Francesa” del jirón de la Unión.
La “3” era de interior o amarillo tirando a crema o de ese verde clarito que llaman “verde Nilo”, no lo recuerdo bien. Al lado izquierdo del lugar del chofer, que estaba separado del resto de asientos por una barra que daba la vuelta hacia la derecha, y estaba delante de la puerta, había una caja lo suficientemente grande para que uno se sentara encima (cabían hasta dos).; debajo, oculta, estaba, como comprobaríamos después, la batería.
Era en verdad, el asiento más “peleado” y establecíamos turnos para ocuparlo. Significaba un honor ir al lado de Josamel (tenía la primera uña larga en el dedo meñique que yo veía) que manejaba con alegría y una sonrisa debajo de sus bigotes ralos. “Es como si manejaras” era el entusiasmado comentario, porque uno estaba “cerca de la acción” y podías imaginarte moviendo el timón que tenía un forro celeste y haciendo los cambios con la larga palanca que salía del suelo. “¡Voy adelante!” era el grito del primero en la fila de subida a la “3” en el colegio, para volver a casa, lo que solía desencadenar escaramuzas.
Nos cuidaba la “miss” Sylvia, con su falda a cuadros y zapatos chatos bicolores, de pasador. Era profesora, joven y bonita (los hermanos de Lucho y mi hermano, de la misma promoción del colegio que terminaría en el 53, vivían enamorados de ella), una “suerte de principiantes” la nuestra, nos dirían.
La “góndola” era un mundo, con una atmósfera de maravillosos olores que delataban a los líquidos utilizados para limpiarla, el de la gasolina, el perfume de la “miss” Sylvia y los lunes, especialmente, el olor a principio de semana: el de los uniformes limpios y planchados. Era un mundo que nos llevaba de un ambiente casero y conocido, a otro, donde al principio podíamos sentirnos extraños, pero pronto descubríamos que era un mundo de amigos, de compañeros de destino.
Recuerdo con cariño a la “3” y sigo viendo las sonrisas de los que van subiendo: veo a mis amigos que 52 años después siguen siéndolo. Veo un tiempo en que, como diría Gabriel García Márquez, “éramos felices e indocumentados”.
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