Hace frío. Mucho frío.
Estamos llegando a Puno, una ciudad para mí desconocida, de la que solo sé que tiene al Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, colinda con Bolivia y seguro que me va a dar “soroche” o mal de altura. Al final soy un limeñito del nivel del mar y lo más lejos que he ido y la mayor altura que conozco es Arequipa.
Ahora vamos a pasar con unos amigos y el P. José Luis Rouillon S.J., profesor del colegio, una temporada trabajando para una comunidad local.
Nos hospedamos en la “Granja Salcedo” y nos recibe el P. León, salesiano y práctico. Nos asignan los sitios para dormir esa noche y las siguientes mientras dure la estadía. Allí vamos a vivir unos días que serán imborrables. De esto hace cerca de 50 años.
Estamos en Puno, pero lejos de la ciudad y después de una noche de acomodos climáticos y sueño ralo, nos mojamos en un símil de lavado en un agua que parece sacada de la refrigeradora; desayunamos, con el consejo de comer poquito; el café caliente nos prepara para ir a la comunidad de Tiquillaca, nuestro destino. Llegamos, nos presentan y se decide que lo que haremos es ayudar a los comuneros a construir un muelle. Ayudamos es la palabra, porque el verdadero trabajo lo están haciendo ellos.
Nosotros cargaremos y acarrearemos piedras para irlas amontonando en el borde del lago, en la parte que ya limpiaron de totora. Cargar y acarrear piedras parece fácil y requiere un poquito de fuerza nada más, pero hacerlo, a 3,885 metros sobre el nivel del mar, cuando uno respira rápido porque falta el aire y la altura “cobra su peaje”, es una verdadera tarea.
Vemos como los comuneros levantan sin esfuerzo las piedras llevándolas en brazos para ponerlas en su sitio y nos parece ver a una legión de Supermanes que sonríe. Como somos limeños no nos podemos dejar y nuestro orgullo magullado hace que tratemos de igualarlos, con el resultado de cansancio, mareos, nublada de vista y ese sentir que “uno se va”… ¡ya sabemos a dónde! No podemos: nuestro ritmo es un décimo o menos que el de ellos y nos tenemos que conformar con acomodar piedras minúsculas, de esas que se hunden en el lago y no sirven de nada. Los Supermanes no se burlan de nosotros y tratan de hacer que nos sintamos cómodos. Tratamos de sentirnos así a pesar del “soroche” que nos inutiliza para todo lo que no sea tratar de respirar.
No abundaré en las incidencias de un primer día en el que no almorzamos, tomamos el mate de coca que nos daban e hicimos el ridículo a casi cuatro mil metros sobre el nivel del mar.
Los días pasaron y nos fuimos acostumbrando a la altura. Acostumbrando, es un decir, porque aunque soportábamos mejor el ejercicio, nuestra contribución al muelle seguía hundiéndose inocua en las aguas del lago. Fue una época en que nos sentimos bien, porque aunque no hubiese ningún resultado visible de nuestro trabajo (del de los Supermanes sí), era una contribución que dábamos con gusto.
Nos ofrecieron ir en una patrullera de la Marina, hasta la isla de Taquile, en el lago. Allí fuimos y por lo que veo ahora, el punto de más altura de esa isla está por encima de los 4,000 metros. Pasamos el día visitándola y caminando despacito… ¡nosotros los “aclimatados”! Al regreso, después de un rato de navegación, comenzó a llover y se desató una tormenta con granizo, lo que para nosotros era algo nuevo. Claro, lo malo es que la patrullera tenía una cabina cubierta donde no cabíamos, o sea que nos acomodamos en la cubierta (no la de la cabina), soportando unos trozos de hielo grandes como pelotas de golf irregulares que llovían de un cielo encapotado donde el viento soplaba como loco.
¡Nunca había visto algo así y creo que mis amigos tampoco!
La patrullera se balanceaba y en el lago las olas eran amenazantes: imagínense una taza con agua que es agitada violentamente y claro, el agua no tiene para dónde ir. Estábamos en medio de una inmensa taza de agua a merced del viento y las olas que levantaba este, además del granizo que caía y los rayos que bajaban como flechas luminosas, sin contar con los truenos que retumbaban tremendos.
Mojados y soportando las piedras (porque eso era el granizo), nos pusimos a contar los rayos que caían, haciendo competencia, repartidos, sentados en cubierta a babor y a estribor. Estoy seguro que esa competencia era para espantar el miedo que teníamos.
De pronto el motor de la embarcación tosió y se detuvo. De nada valieron los intentos de ponerlo en marcha: “Hay agua en el tanque”, nos explicaron. Eso quiere decir, pensé, que estamos a la deriva y que lo mejor era comunicarse por radio para que vinieran a remolcarnos. “No podemos, porque si quitamos el capuchón de jebe a la antena, nos puede caer un rayo”. No sé si lo dijeron por asustarnos más, pero ahí estábamos, a la deriva en el lago más alto del planeta y con una tormenta de órdago encima…
Pasaron unas horas de verdad angustiantes, hasta que alguien vio a lo lejos una embarcación que se acercaba. Un rayo de luz blanca nos llegó y supimos que era otra patrullera: ¡habían salido en nuestra búsqueda!
Nos contaron después, que preocupados por la demora y la falta de comunicación, habían pensado que los contrabandistas, que hacía poco habían atacado a otra patrullera, lo habían hecho con la nuestra, fondeándola.
Esto nos lo contaron al llegar al puerto y ver que la nieve se acumulaba demostrando que había sido una tormenta inusualmente fuerte: ¿Fuerte? ¡Terrible! Especialmente para unos citadinos limeñitos, que la recordarían como la Madre de todas las tormentas.
Lo demás, es en realidad lo de menos.
El regreso a Arequipa, lo hicimos en tren, de noche, en un vagón (de tercera, supongo) que tenía vidrios faltantes en las ventanas y donde hacía tanto frío que estábamos acurrucados en el suelo, abrazándonos para darnos calor y compartiendo una “chata” de pisco innombrable que además de quemar nuestras gargantas, nos hacía la ilusión de calentarnos por dentro.
¡Ah, me olvidaba!, el P. León, que un tiempo después dejó de ser sacerdote, nos contó una noche, que había organizado un grupo defensista, que se llamaba “Los corderitos del Niño Jesús”.
Cosas de un altiplano evidentemente violento y de hace como 50 años…
Todas las fotos son referenciales y no son exactamente lo que vimos/vivimos.
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