EL MG ROJO.


Dicen que el automóvil es la prolongación de la personalidad de su dueño. Mi primer auto fue un MG descapotables, modelo “Midget” color rojo, que compré a mi  amigo y compañero de colegio “Chito” Palacio, antes de que él viajara a Italia a hacerse famoso como tenor de ópera.

Fue Alicia, que era mi enamorada, y es mi esposa ahora, quien me ayudó a pagarlo. Tener un pequeño auto, descapotable, era un sueño para mí en ése entonces y gracias a ella lo hice realidad.

El MG fue comprado sin aún tener yo brevete ni saber manejar bien.  Lo llevé hasta la casa de un tirón, desde San Isidro, donde vivía “Chito”, hasta Barranco. Llegué a 28 de Julio 402 y guardé el auto en el garaje. Era el ser más feliz de la tierra. Esa noche me puse a lustrarlo y a pavonearme en casa.

Nunca me había sentido tan bien, tanto que con Alicia decidimos hacer bendecir el auto y mi impericia al manejar, hizo que al volver, en el malecón Paul Harris, de Barranco, me subiese a la vereda, chocando el recién bendecido autito.

Muchas aventuras pasé con él y también las pasó mi amigo Lucho Peirano, a quien de vez en cuando se lo prestaba. Una de las anécdotas que recuerdo es que Lucho, con gorra y fumando en Pipa, fue un verano en el descapotado MG al centro, al una cita en el TUC, por la tarde, y en plena avenida Wilson, se le plantó el auto. Supongo que antes de convertirse en anécdota, el hecho provocó en él, suficientes maldiciones como para que las recuerde hoy. Sólo de imaginarme a Lucho, vestido como un intelectual, empujando el llamativo carrito (no habían muchos así, en Lima entonces) en pleno tránsito limeño a una hora punta, no sólo me reí entonces, sino que sigo haciéndolo ahora.

Otra historia del MG rojo sucedió al volver una noche lluviosa a casa, con mi primo y compañero de aventuras, Pancho Gómez de la Torre, que en esa época estudiaba ingeniería en la UNI y vivía en casa, en Miraflores tomamos por el malecón y los neumáticos del carrito, lisos y sin cocada alguna, resbalaron por la pista acercándonos peligrosamente a chocar contra un muro o a desbarrancarnos. El único limpiaparabrisas que funcionaba, lo hacía mal, atracándose  y no veíamos prácticamente nada. El MG daba bandazos y yo aceleraba todo lo posible y maniobraba para “salir”, con Pancho gritándome, tan asustado como yo y totalmente ignorante del asunto “frena! Frena!”, para que la zarabanda terminara, sin saber, como lo intuía yo, que si frenaba, resbalaríamos patinando sobre la superficie lisa de los neumáticos. Por fin terminó todo y nos detuvimos, bajo la lluvia, yo a tomar aliento y ambos a dejar de temblar y comentar lo cerca que habíamos estado de.

Son muchos los cuentos que guardó este autito inglés, que tenía una bocina dual accionada por dos botones del tablero (uno para cada tono) y que se escuchaba perfectamente… Dentro del vehículo!

Mil y una correrías me llevaron entonces a mi, que era u n muchacho intelectualón y bastante sano, a ofrecer una imagen de joven “play boy”, que costaba bastante mantener.

Pancho Sandoval era el mecánico al que acudía yo en los momentos difíciles, era el mecánico en el confiaba. Creo que el MG pasó más tiempo en su taller de la calle Catalino Miranda, en Barranco, que en mi poder. Era todo un trámite, por  ejemplo, armonizar los dos carburadores “Weber” de botella y evitar que el cochecito temblara como un poseído. Fue Pancho Sandoval quien me compró al final el MG y me contó que un día de verano (los descapotables están hechos para el sol), siendo ya el feliz propietario, por la vía expresa (maliciosa y comúnmente llamada “El Zanjón de Bedoya”), decidió, por u n instante, sujetar el timón con las piernas y tan temeraria, como corta maniobra, terminó con la rueda del volante sobre las piernas de mi amigo y mecánico y el carro chocando contra una pared  del  famoso “zanjón”. Hay mucho que el MG rojo, hoy seguramente desaparecido, contaría si pudiese hablar y le preguntáramos. Ah! Era de 1963 y las ventanas s de marco de aluminio y lunas de plástico corredizo, se atornillaban a las puertas.

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